Desde que soy madre he acumulado diferentes vivencias que antes no me había ni planteado. Muchas veces hago recuento, como puedo, y llego a la conclusión de que ‘lo que no me pase a mí…‘. Os he contado algunas de ellas: mi obsesión por ser madre, nuestros problemas de fertilidad, la prematuriedad de mi Minchiña… y creo que es el momento de hablaros de uno de los problemas que más nos afectó estando nuestra peque ya en casa.

Ella había nacido con muy bajo peso, tanto que no llegaba a alcanzar el kilo y medio. Por suerte, porque no todo van a ser desgracias, fue un bebé totalmente maduro y lo único que necesitó fue ir ganando gramos poco a poco para alcanzar la meta de los dos kilos (cifra en la que, si todo iba bien, le daban el alta hospitalaria ¡al fin!).

No voy a culpar a nadie de lo que nos ocurrió con Minchiña, tengo muy claro que todo el personal de neonatología nos asesoró y cuidó de nuestra hija perfectamente. Pero sé que nuestra personalidad, en ocasiones demasiado exigente con nosotros mismos, hizo que interpretáramos algunas cosas de la manera equivocada.

Mientras la peque estuvo ingresada en la unidad de neonatos cada toma era importante. Ya fuese de leche materna en biberón, sonda o leche de fórmula, las enfermeras ponían siempre mucho empeño en la importancia de que la niña comiese la cantidad estipulada. Lógicamente los mililitros iban aumentando poco a poco y en función de lo que ella pidiese.

Desde ese momento, y siempre rodeada de otras familias con niños en situación muy similar a la de mi hija, comencé a errar comparando lo que Minchiña comía con el resto de bebés. Celebraba por todo lo alto el día que devoraba el biberón y me frustraba sobremanera en aquellas tomas en las que debía ‘batallar’ con ella.

Es que no quiere comer, escupe la tetina‘ les comentaba angustiada a las enfermeras. ‘Pues tiene que hacerlo, agárrala de otra manera o ábrele la boquita con un dedo, no puede pasar sin la leche‘. Y así aprendí a estimular su boca para poder introducir la tetina y conseguir que aquellos diminutos biberones terminasen uno tras otro finiquitados.

El día de su alta hospitalaria fuimos felices no, lo siguiente. Recuerdo aquella mañana con un sol y un brillo súper especiales. Era mamá desde hacía casi un mes, pero era ahora cuando me sentía completa y satisfecha. Escuchamos las indicaciones de los pediatras y celebramos nuestra marcha muy sonrientes.

Y entonces llegó la hora del biberón. Recuerdo el miedo inmenso de darle su primera toma en casa, la responsabilidad y la incertidumbre al no saber si Minchiña querría comer o debería echar mano de lo aprendido. ‘Son las tres en punto, tiene que comer 60 ml y no hay más que hablar‘. ¿Cómo se pueden cometer tantos errores en una sola frase?

Para las que no lo sepáis, está más que demostrado que tanto el pecho como los biberones son siempre a demanda. Esa norma de que los bebés comen cada tres horas no deja de ser ya una costumbre obsoleta. ¿O es que acaso nosotros los adultos tenemos hambre siempre a la misma hora y con igual intensidad?

El hospital me había enseñado todo lo contrario. En mi cabeza solo había cantidades mínimas y minutos en un reloj. Lo de escuchar a la niña y observar sus necesidades, ya si eso para otro día.

Dos semanas más tarde comenzó la pesadilla. Escribo esto entre lágrimas al recordar el miedo y la rabia con la que afrontábamos cada biberón. Mi chico y yo nos turnábamos en cada toma, exhaustos por ver a nuestra pequeña llorando sin saber qué era lo que estábamos haciendo mal.

Las visitas a urgencias empezaron a ser un habitual. Los médicos nos decían que la niña ganaba peso con normalidad, y yo me hartaba de contarles que cada biberón era una agonía. Cien mililitros de leche en casi una hora, entre llantos, canciones, acunarla… ‘Pues tiene que comer eso, o más‘. Salíamos de urgencias con la sensación de haber sido escuchados pero sin respuestas.

Comenzaron los cambios de leche. Los distintos pediatras que nos veían querían descartar posibles alergias por lo que los botes de hidrolizada (fórmula preparada para los bebés intolerantes a la proteína de la leche de vaca), confort (especial para los cólicos del lactante), digest (más ligera)… se acumulaban en nuestra cocina.

Siempre parecía que habíamos dado con la tecla, pero los días se sucedían y regresábamos a las tomas eternas y a los biberones del terror. No podíamos más, habían pasado casi tres meses y la tensión acumulada era demasiada. Discusiones, estrés y una niña que era feliz siempre y cuando no hubiese una tetina de por medio. Terrible.

Una mañana decidí plantarme. Tras un desayuno catastrófico, llena de rabia y miedo, visité a nuestra neonatóloga esperando que ella nos ayudara de verdad. Me escuchó serena y sin más comentarios decidió derivarnos a la consulta del especialista pediátrico en digestivo. ‘Bajad ahora, voy a llamarlo para que os vea ya‘.

No quiero ir de madre coraje ni muchísimo menos, pero en el trayecto de una consulta a otra al fin sentí que estaba haciendo algo positivo por mi hija. Y así fue. Aquel médico apenas necesitó unos minutos y una exploración para darnos un diagnóstico a tratar: ‘Tu pequeña tiene anorexia del lactante‘.

Imaginaos mi cara cuando escuché aquellas palabras. ¿Mi hija es anoréxica? ¿Pero esa enfermedad horrible de la que tanto he escuchado hablar? No del todo así, pero casi. La anorexia del lactante surge cuando el bebé rechaza las tomas tras haber sido obligado a comer en varias ocasiones. No hace falta que os explique cómo me sentí, ¿verdad?

Pensar que has estado haciendo daño a tu hijo cuando todo lo que quieres para él es lo mejor, es una realidad terrible. Aquel pediatra, imagino que acostumbrado a casos como el nuestro, intentó ser positivo y rápidamente me ofreció la solución al problema. Un preparado lácteo hipercalórico, pequeñas cantidades y mucha mucha paciencia.

Salí de aquella consulta mirando a Minchiña, pidiéndole perdón con mis besos y mi mirada. Y, ¿sabéis? Las pautas de aquel médico fueron nuestra salvación. Mi hija comenzó a comer tranquila y ansiando cada biberón como si fuera el último. Nosotros empezamos a respirar, sin perder del todo el miedo a volver al punto de partida pero al menos siendo mucho más positivos.

Luchar con la anorexia del lactante es una pesadilla, y parece que es una realidad vivida por más familias de las que imaginamos. Nos obcecamos y comparamos a nuestros bebés con los del resto, les exigimos como si fueran máquinas fabricadas en serie. Olvidamos que cada bebé es un mundo, único y diferente.

De los errores se aprende, amigas. Nosotros hemos decidido quedarnos con todo lo bueno que hemos obtenido de esa durísima etapa. Espero que mi vivencia os ayude a todas vosotras, porque somos humanos y erramos, pero nadie merece vivir algo tan complicado.

Mi Instagram: @albadelimon