El otro día mi abuela me pidió que le acercase un vaso de agua a la salita en la que cada tarde ve la novela. Me levanté, le di un beso, y me dirigí hacia la cocina. Cuando volví puse el vaso en sus manos, ella bebió y acto seguido me preguntó si aquella agua era de la fuente de la plaza o del grifo. Le respondí que era de la botella de la nevera, entonces se quedó un momento en silencio y me dio las gracias añadiendo ‘es usted muy amable, pero le aconsejo que vaya a la fuente de ahí abajo’.

En cuestión de segundos mi abuela, que ahora mismo vive con nosotros en el centro de Madrid, se había ido para encontrarse en su casa del pueblo. Un lugar en el que nació y donde vivió hasta hace algunos meses. A veces estas cosas pasan, mi abuela está y ya no está, en un momento sabe que su nieta querida está a su lado para después verse de frente con una auténtica desconocida que le pone en las manos un vaso de agua.

El Alzheimer sacudió nuestra vida hace apenas un par de años. Las cosas empezaron con pequeños detalles. Llamarla por teléfono y que te contase varias veces la misma historia, o que de pronto un día nos avisaran de que había ido a comprar a la tienda del pueblo e iba vestida de una manera muy extraña. Nos comenzamos a preocupar y la invitamos a que se viniera una temporada con nosotros a Madrid. Mi madre se mudó algunas semanas con ella al pueblo y rápidamente se dio cuenta de que algo no iba bien. Las horas del día, las palabras, su edad, el nombre de mi abuelo… Mi abuela vivía ya con algunas lagunas importantes e incluso había llegado a olvidar a aquel hombre al que había adorado hasta su muerte. Ya no era posible que ella continuase con su vida en libertad en aquel pueblo, y nos costó muchísimo conseguir convencerla para que se viniera con nosotros.

Es terrible la manera que tiene esta maldita enfermedad de hacer mella en las personas. Se las lleva, aquí deja sus cuerpos y sus rostros dibujados en miedo, pero el resto lo roba poco a poco como ese pellizco que al principio apenas aprieta para ya después hacerte un daño insoportable. Mi abuela se comenzó a ir sin darse cuenta, con pequeñas cosas con las que ella podía continuar viviendo, llevando por dentro esa enfermedad que le hacía seguir adelante sin recordar algunos de los aspectos más importantes de su vida.

Con su llegada a nuestra casa las cosas no se pusieron mucho más fáciles. Tener a nuestro lado nos reconfortaba a todos, ella había rechistado durante algunos días pero al final había aceptado el cambio pensado en el tiempo de calidad que iba a pasar junto a sus queridas nietas. Cerramos la casa del pueblo y la escuchamos bromear sobre lo horrible que es la vida en una ciudad tan grande.

En pocos meses mi abuela pasó de tener pequeñas lagunas a depender de nuestras indicaciones para prácticamente todo. Dejó de confiar en su independencia y cada pequeño quehacer en casa le suponía un mar de dudas. Desde una ducha a lavarse los dientes o vestirse. Nos preguntaba y pedía ayuda viéndose de pronto como una niña que debe aprender de cero una y otra vez. Los que conocimos a mi abuela antes de todo esto somos los únicos conscientes de la sacudida que le dio la enfermedad. Ella, que siempre había vivido su vida de una manera prácticamente titánica. En un pueblo que en invierno se congelaba, cuidando de su casa, de sus animales, de su huerto, sin pedir nunca ayuda y sin depender de nadie. De pronto aquella mujer desaparecía y entre la desorientación y el miedo nos miraba esperando indicaciones, dependiente por completo de nosotros.

Su rutina empezó a ser elemental para ella. De no hacerlo el miedo volvía e incluso lloraba pidiendo que alguien le explicase qué era lo que estaba pasando. Es duro, durísimo, ves como una persona de repente está pero sin ser, convirtiéndose en una persona que sabe que confía en ti pero que no entiende por qué siente ese pavor. Las salidas al médico o las escapadas que pudiéramos hacer le suponían un mundo, montarse en el coche conllevaba un interrogatorio extenso e incluso llegó a dejar de fiarse de mi padre, al que siempre había querido como a un hijo. ‘Ese señor, ese, ten cuidado que roba’ me dijo un día mientras mi padre terminaba de hacer la cena. Y llega el día en el que dejas de explicarle que no, porque de nada sirve lo que digas.

El Alzheimer es más que una enfermedad, es una forma de apagarse tremendamente dura. Una lacra que no solo afecta al paciente sino que se lleva los ánimos y las alegrías de todos los que están alrededor. Un mal que va más allá de lo físico, que hace que las personas borren por completo sus recuerdos para sumirlas en el vacío de algo que no son capaces de reconocer.

Amo a mi abuela, y la amaré hasta que yo también me vaya, la quiero a mi lado incluso ahora, cuando para ella soy una desconocida que se sienta a su lado a ver la novela. Al menos nos quedan esos momentos en los que regresa, aunque solo sea para decirme una vez más lo mucho que me quiere y que soy su nieta preferida.