Teníamos 10 años. Estábamos en el mismo colegio, pero íbamos a clases diferentes. Éramos “amigas de comedor”. Empezamos compartiendo pan y acabamos intercambiando vivencias personales. Ambas sufrimos violencia en casa y nos convertimos en confidentes de nuestras tragedias. A veces era mi padre el que bebía hasta cagar detrás de la puerta del pasillo; otras era su padrastro el que se metía desnudo en su cama sin saber ni cómo se llamaba.

Nos veíamos todos los días, por eso me sorprendió que aquel martes no fuese a clase. Pensé que quizá se habría enfermado y/o tendría cita con el médico, aunque no tuve indicios de ninguna de las dos cosas el día anterior. Fui al comedor y regresé a mi aula, ya que teníamos clase por la tarde. Allí me empezaron a llegar las primeras noticias.

De vernos todos los días a tres días de luto

Sabía que algo malo había pasado, pero jamás imaginé la gravedad. Antes de escuchar los primeros rumores, me aferré a la idea de la enfermedad o, en el peor de los casos, de un accidente en coche sin consecuencias; sin embargo, la pesadilla se confirmó entre cuchicheos de profesores: mi amiga estaba muerta. No nos dieron más explicaciones, aunque extraoficialmente se hablaba de su problemático entorno familiar como causa. El colegio suspendió las clases y decretó tres días de luto.

Regresé a mi casa, donde la soledad me dio un bofetón de realidad y me hizo entender que jamás volvería a ver a mi amiga. Mis padres aún trabajaban cuando recibí una llamada de una compañera de clase que me pedía encender el televisor y poner el programa Gente, el magacín de Televisión Española. ¿Os acordáis? Lo contaron todo.

Once

En Gente dieron más información. Demasiada. Contaron que la madre de mi amiga trabajaba en un club de barra americana y a su regreso, en torno a las 5:30 horas de la madrugada, se sumergió en una fuerte discusión con su actual pareja. Ella salió al rellano de su edificio demandando ayuda a los vecinos, con un corte en el cuello y varias heridas de arma blanca en las manos. En el piso se quedó su agresor que apuñaló hasta en 11 ocasiones a la niña mientras dormía, para luego suicidarse clavándose un cuchillo en el corazón.

Lo que sentí fue indescriptible. Desde tristeza a terror, compasión a rabia. Sin ella, que era pura alegría y optimismo, pensé que nada tenía sentido; si a ella, con lo maravillosa que era le había pasado aquella desgracia, pensé que a mí el destino me tendría preparado un final similar. En ese momento, no quise esperar a descubrirlo.

Seguía estando sola en casa, así que abrí la ventana de mi habitación y me senté en el alféizar. Miré abajo y me lamenté de vivir en un tercero. Curiosamente no tenía miedo a morir, sino a quedarme lisiada. Al dolor. Pensé en ella y en su dolor, y me taché de cobarde. Creyendo que no le importaba a nadie que yo, con 10 años, estuviese en el borde de una ventana. Pensé que tenía que importarme a mí misma, no a los demás.

Y mi cabeza hizo clic. De regreso a la habitación, reflexioné sobre cómo proceder, en cómo evitar que aquello tan terrible me ocurriese a mí también, en cómo huir y vivir por las dos; ella no tuvo tiempo de buscar alternativas.

El ataúd blanco

Quise despedirme y acudí al entierro. Se lo imploré a mi madre y ella me acercó a la iglesia para poder darle mi último “adiós”. El colegio, el barrio, familiares, amigos y curiosos que habían visto el mismo reportaje que yo la tarde anterior, nos agolpábamos a las puertas de la iglesia para llorar a mi amiga. Tiramos claveles a su pequeño ataúd blanco; me llevé una de las flores para disecarla y tener algo que me recordara a ella, ya que no teníamos ni una triste foto juntas.

Me salvó un diario

Empecé a escribir un diario. No tenía confianza con mis padres para pedirles uno de esos bonitos con candado, así que doble unos cuantos folios DIN-A4 y los grapé, creando así una improvisada libreta. En sus páginas seguía hablando con mi amiga, sentía que la traía a la vida, conmigo, al comedor y al patio del colegio. Me llevaba el diario a todos lados para que ella viviese conmigo lo que un desalmado le robó.

Nueve años después, me fui de casa

Cuando cumplí los 12 años, hubo una discusión con sangre de por medio en mi casa; por lo que, en cuanto pude, me mudé con mis abuelos. A los 19 años, me independicé. Por mí, por ella.

Y fue cuando empecé a ser feliz y agradecí a esa niña de 10 años que no se lanzara por aquella ventana, sino que luchase por salir de su pesadilla. Ella murió, pero vivir por ella a mí me salvó la vida.