A los quince años yo era una niña feliz.

Era un poco ingenua y un poco introvertida, pero era responsable, me iba bien en los estudios y tenía a mi pequeño grupito de amigas de la infancia. Nunca entendí qué fue lo que pasó. Por qué, casi de un día para otro, pasé de ser una chiquilla normal con un perfil discreto, a una paria objeto de bullying. No obstante, lo comprendiera o no, eso fue lo que sucedió.

De repente los días eran una sucesión de burlas, insultos y abusos que me llevaron abandonar el instituto y a entrar en una profunda depresión. Aunque mi familia hizo todo lo que pudo por lograr que me sintiera querida, protegida y válida, llegué a un punto en el que no pude más y me rendí. Sin embargo, no quiero regodearme en eso, sino en lo que me ayudó a salir de aquel oscurísimo pozo.

El apoyo de mi familia fue crucial, obvio. Nunca les agradeceré lo suficiente a mis padres y mi hermano todo lo que hicieron por mí. Pero ellos contaron con una herramienta que fue vital en el proceso: La literatura. Y lo cierto es que los libros no solo me salvaron la vida una vez, también me regalaron a las mejores amigas que he tenido nunca.

Fue mi hermano el que me trajo al hospital el ejemplar de Los juegos del hambre con el que me engancharía a la lectura para lo que me quedaba de vida. Y el que iba a la biblioteca a por los libros que devoraba mientras yo no fui capaz de salir de casa e ir por mí misma. Desde entonces, nadie me ha vuelto a regalar otra cosa. Y yo no he dejado de leer porque tengo en los libros la mejor medicina. Porque esa forma de evadirme, de apartarme de los problemas por un rato y de vivir mil vidas a través de las letras, fue lo que me ayudó a sobrevivir cuando no encontraba nada a lo que agarrarme.

Por si eso fuera poco, unos diez años después y mientras vivíamos una pandemia mundial, los libros volvieron a cambiarme la vida. Fue entonces cuando, a través de los numerosos bookstragramers que aun sigo en Instagram, me metí en mi primera lectura conjunta. Luego en otra, y después en otra. Y empecé a coincidir con algunas chicas en esta y en aquella, y a coger confianza hasta el punto en que terminamos creando nuestro propio grupo. Un lugar virtual en el que me sentía rodeada de personas con las que compartía la pasión por las novelas románticas y de fantasía. Unas chicas con las que me sentía libre de ser yo misma y que, en la actualidad, son mis mejores amigas. Hace tiempo que organizamos una gran quedada para desvirtualizarnos y, desde aquella primera vez, no hemos dejado pasar más de dos o tres meses sin vernos en persona. Y eso que vivimos desperdigadas por todo el país.

Ahora hablamos a diario, de libros, de lo que nos pasa y de lo que nos da la gana. Contamos las unas con las otras. Nos acompañamos en las penas y en las alegrías. De hecho, escribo esto en el tren, porque este finde nos juntamos para asistir al bautizo del bebé de una de las chicas.

Puede sonar exagerado, pero cuando digo que los libros me han salvado la vida, lo digo plenamente convencida de ello.

 

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