Francamente como adultos dejamos mucho que desear. Permitidme amigas que sea así de dura por una vez, porque lo cierto es que tras meses y meses de escuchar a mi hija hoy caigo en que el verdadero problema somos nosotros. Os pondré en situación para que me entendáis mucho mejor.

¿Cuántos meses llevamos viviendo sumidos en esta maldita pandemia? Digamos que más de medio año, unos 7 meses en los que no sé vosotras pero en mi círculo cercano (servidora incluida) hemos pasado por diferentes estados de ánimo. Empezando por la incredulidad, sometiéndonos a la conformidad de que esto es lo que hay y tendremos que lidiar con ello y, por supuesto, indignándonos como tan bien sabemos hacer cuando ya estamos hasta el mismísimo de esta mierda de año.

Y es que claro que nadie se esperaba al tomar las uvas de Nochevieja que las cosas se iban a poner tan de película de ciencia ficción. ¡Joder, que un puto virus nos ha encerrado en casa durante semanas! Que ahora salimos de casa con mascarilla como quien se planta la bufanda para no coger frío. Que el gel hidroalcohólico lo compramos ya como el que compra el champú… Así estamos los adultos, ya llegando a un punto de ‘alucinancia‘ que en muchas ocasiones nos hace verlo todo negro y cuesta abajo sin frenos. De esas caídas en las que te dejas los dientes y una parte del orgullo.

Pero claro que hoy no he venido aquí a repetiros una vez más este discurso, sino porque de nuevo (y para variar) mi hija, esa pequeña de apenas 4 años de edad, me ha dado una lección que ha sonado como el mayor de los ZASCAS de los últimos tiempos. Y lo más curioso de todo es que no lo ha hecho de repente, en un acto de creatividad momentánea, sino que viene poniéndome sobre aviso desde hace muchas semanas y yo que soy una imbécil no he sabido verlo hasta ahora.

Tras pasar un verano sin pisar siquiera una playa, realizando alguna escapada para pasear por las orillas del río o para visitar a la familia en la casa del pueblo, he visto como mi hija disfrutaba de su ansiada libertad sin poner ni un solo pero. Preguntando, claro está, por qué este verano no tocaba ir a la playa o por qué no podía invitar a casa a sus amigas. La respuesta siempre es la misma: ‘todavía hay coronavirus, hay que tener mucho cuidado‘. De lo que no fuimos conscientes hasta hace pocos días es que pasado el tiempo ya no había preguntas por su parte, sino afirmaciones esperanzadoras sobre el paso del virus y la vuelta a esa vida que tanto le gusta.

Mami, cuando pase el coronavirus iremos a la casita de la playa otra vez, aunque haga frío, ¿me lo prometes?

Lo dice con una sonrisa. Se puede leer en sus ojos cómo pone todas sus energías en pensar en ese día en el que seamos realmente libres de poder retomar nuestras vidas sin exigencias ni medidas de seguridad. Lleva semanas, muchas, haciendo sus planes. Lo hace mientras juega, al salir del colegio o mientras pinta uno de sus ya míticos dibujos.

Mamá, cuando pase el coronavirus voy a comprarme un disfraz y haré una fiesta en casa con las primas y todos mis amigos. Y cuando pase el coronavirus voy a ir a ver al abuelo y me quedaré a dormir en su casa. Cuando pase el coronavirus podemos irnos de vacaciones, ¿verdad, mami? Y cuando no haya coronavirus voy a ir a ver a los abuelos Rosa y Antonio ¡o les podemos decir que vengan ellos!

Cada mañana la veo ponerse su mascarilla de colores tras haberse abrochado la chaqueta sin dejar un segundo de comentarme todo lo que harán ese día en el cole. Lo hace contenta, creo que ya de manera inconsciente, con total naturalidad. Yo, en cambio, me planto la mía y resoplo de nuevo harta de lidiar con gafas que se empañan y la incomodidad de estar todo el día tras un mostrador con ella puesta. Lo que significa que mientras yo me resigno malhumorada, mi hija adquiere un hábito que para nada fastidia su rutina, es feliz sin más.

¿Entendéis ahora a dónde quiero llegar? Como adultos muchas veces somos el peor de los ejemplos para ellos, los más pequeños. Pasamos el 90% de nuestro tiempo quejándonos o sumiéndonos en la rabia más absoluta por todo lo que hemos vivido este 2020. Sin salidas, sin fiestas, adiós cumpleaños por todo lo alto, hasta luego verbenas o festivales. Y nos quedamos ahí, centrándonos en lo que no fue y no en lo que será cuando al fin podamos poco a poco regresar a esa realidad que tanto nos gustaba.

Que sí, que todos lo sabemos, esa vida de antaño está todavía lejos, ¿aunque no es mejor continuar el camino con ojos esperanzadores y no con rabia y poniendo ‘peros’ a todo? En casa ya hemos comenzado a elaborar nuestro plan para cuando todo esto se vaya quedando atrás, una idea de una pequeña de 4 años que nos está ayudando a ser al menos un poco más positivos. Observar no resignados pero sí con otra perspectiva lo que tenemos delante, intentando aprovechar todo aquello que podemos hacer ahora y que hace unos meses era imposible.

A ver, que no vengo yo aquí a venderos ninguna mágica idea de pensamiento happy flower como si en este mundo no estuviera pasando nada, pero en ocasiones desde la perspectiva de los más pequeños, con sus mentes limpias y sin prejuicios, se entiende todo mucho mejor. Sin obviar lo que este virus significa, plantearnos las cosas a través de un cristal de diferente color, dejando un poco de lado posturas envenenadas.

Y todo lo que nos queda por aprender de nuestros hijos… ¡madre mía!

Mi Instagram: @albadelimon

Fotografía de portada