Los hijos crecen muy rápido. Miro a mi hija preadolescente y pienso en que hace nada estaba en pañales gateando por casa. Me cuesta asimilar lo rápido que ha pasado el tiempo y la forma en la que ha cambiado.

Su cuarto aún está lleno de muñecas, pero ya no juega con ellas. Ya no pasamos las tardes viendo series de dibujos y películas de Disney. Ahora me ha pedido que le ponga Netflix en su habitación y pasa horas metida en ella escuchando música.

Seguimos compartiendo algunas aficiones y todo el tiempo que me es posible, pero ella ya necesita su espacio. Le gusta tumbarse a leer un rato por las tardes y hacer videollamadas eternas con sus amigas. Mi niña ya no es tan niña y creo que es algo que no sabré aceptar nunca. 

Y así mientras lidio con esta situación también vivo la situación inversa; tengo cuarenta años cumplidos y mi madre sigue pensando que soy una niña.

Cada mañana me manda un WhatsApp de buenos días. Es una costumbre que me parece preciosa porque así nos sentimos más cerca. Ahora bien, que me pregunté por qué mi última conexión fue tarde (en el caso de algunos días que trasnocho) ya no me parece tan normal.

Cuando ve una oferta en algún supermercado me llama para que vaya a comprarla y no pague de más por no mirar bien los precios. También me pregunta que he comido cada día y si por algún motivo (falta de tiempo, estrés o pura desgana) no he comido lo suficiente o la comida no ha sido medianamente sana, me pregunta por qué.

Esa es su frase estrella. ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro?

Es curioso, hace unos veinte años que soy independiente. Desde que me emancipé he sustentado mi vida por mis propios medios y hasta el momento no me ha ido del todo mal, se podría decir que soy una adulta completa, independiente y funcional. Sin embargo, cada vez que mi madre cuestiona cada cosa que hago me siento como una niña. Vuelvo a ser pequeña y me invaden las dudas.  Intento justificarme, defender mis decisiones, la mayoría de las veces con miedo, como si mi madre fuese a regañarme por no haber hecho las cosas bien.

Es algo irracional pero no sé cómo controlarlo. Supongo que igual que para todas las madres los hijos siempre seremos pequeños para los hijos nuestras madres seguirán siendo eso, nuestra mamá y de alguna forma nos siguen sometiendo a su juicio como si no supiéramos hacer las cosas y en esa misma línea nuestro primer instinto es sentir inseguridad.

En ocasiones consigo posicionarme y sin querer darme demasiada importancia justifico mis decisiones. En realidad, no tendría por qué hacerlo, pero me sale natural. En ese momento mi madre solo me dice “Comprendo” y sigo quedándome con la sensación de que lo estoy haciendo mal.

“Mamá, ya no soy una niña” le digo cuando, después de intentar que me comprenda, sigo notando que no aprueba las cosas que hago.

Entonces me doy cuenta de que como madre estoy siguiendo el mismo patrón.  De manera inconsciente sigo tratando a mi hija como si fuese una niña pequeña. Intento que vea programas infantiles cuando ya no despiertan su interés o pretendo jugar con ella como hacía años atrás.

¿Será el síndrome de madre algo que no se pueda remediar?

Creo que es un patrón aprendido, pero que también se puede educar.  Redefinir los papeles en tanto el hijo se hace mayor y posicionarse cuando la edad hace que dejemos de ser niños.

Entender que nuestras decisiones son nuestras y nuestros errores también y que al cometerlos habrá un precio que tenemos que pagar. Aceptar que nuestros hijos también tendrán que seguir el mismo camino y dejarlos errar.

Intentar sanar esa relación que normalmente es muy intensa y que puede llenarse de toxicidad, para no perder el vínculo tan hermoso que debe existir entre un hijo y su mamá.

Lulú Gala