Cuando le conté a mi bisabuela que me casaba, ella me dijo lo siguiente: ‘Bueno, pues ahora ya sabes, a cuidar de tu casa y de tu marido como dios manda. Tenlo contento y feliz para que te dure’. Y yo quería mucho a esa mujer, pero, la verdad, debo decir que no es que semejantes palabras me calaran muy hondo. Me las tomé como lo que eran, el consejo de una mujer que había crecido en otra época y con unos valores muy diferentes a los míos. Le di las gracias, un abrazo y metí su consejo en una caja de mi cerebro a la que no volví nunca más.
Porque yo a mi futuro marido lo quería también mucho, obvio. Y pensaba cuidarlo y respetarlo hasta que la muerte nos separase y tal. Y quería que estuviera siempre contento y feliz… pero ni de coña a costa de tenerme de criada. Vamos, eso lo tenía clarinete.
Al principio fue todo bien. Al menos a mí me daba la sensación de que gestionábamos las labores del hogar si no a medias, al menos a un 60-40 %. Era cierto que yo tenía un horario mejor, que me dejaba más tiempo libre que a él, por lo que ese pequeño desequilibrio estaba justificado.
Entonces me quedé embarazada y el desequilibrio se agudizó. A partir del momento en que nos convertimos en padres el ‘pequeño desequilibrio’ pasó a ser un ‘este tío se está columpiando de cojones’. De repente el peso de la crianza y la casa caía todo sobre mí. Mi marido debía de hacer en casa y por su hijo lo mismo que el de mi bisabuela: ni el huevo. Se limitaba a trabajar, a llegar a casa ‘cansadísimo’, hacerle cuatro cariños al niño y dormir en otra habitación porque él madrugaba y no podía jugarse la vida en la carretera…
¿Recoger? Yo. ¿La compra? Yo. ¿Baño, cena y dormir a nuestro hijo? Yo. ¿Pediatra, guardería? Yo. ¿Colada, aspirador, polvo, etc? Yo, joder, yo.
Así que me planté. Hablé con él y le dije que excusas como ‘es que el niño solo quiere estar contigo’, ‘solo se calma contigo’, ‘a mí no me da tiempo’, ‘tú estás más en casa’ o ‘buf, es que estoy agotado’ ya no me colaban más. Que, o se implicaba y empezaba dar el callo, o lo nuestro se acababa. Al parecer, no era consciente de todo lo que hacía yo mientras él se la rascaba o evadía sus responsabilidades totalmente liberado de ningún tipo de carga, ni física ni mental. Bueno, pues como no se enteraba, nos sentamos e hicimos un reparto de tareas que nos duró… un mes a lo sumo. Cuando me quise dar cuenta, volvíamos a estar en las mismas. Tuvimos una buena bronca, le pedí por favor que se implicara de una vez…
El tiempo pasó sin que nada pareciera cambiar, mi frustración se hizo insoportable y un día exploté. Llegué a casa, vi la cama sin hacer y peté. Era lo único que tenía que hacer la mayor parte de los días. Yo había empezado a trabajar en otro horario. Madrugaba más, pero me dejaba más horas para el niño. Y también para las tareas de las que él no se encargaba, vaya. Lo único que tenía que hacer antes de irse a trabajar, era ducharse, tomarse su café y hacer la puñetera cama. Pues ni eso. Un día sí y otro también, llegaba a casa con el peque, cansada como una mula y, al entrar en mi cuarto: la cama sin hacer. El rollo de papel sin cambiar, la pasta de dientes sin cerrar, el tendal sin recoger…
De modo que no me quedó más remedio que tomar una decisión, porque estaba tan quemada que ya no sabía en qué momento había dejado de quererlo. Pero, como estaba claro que él, por más que pudiera quererme, no me respetaba una mierda, le pedí el divorcio.
Obvio que no se trataba solo de eso, sin embargo, cada vez que salgo con un hombre y me pregunta por qué me separé, contesto que me divorcié porque mi marido no hacía la cama. Para que lo tenga presente si la cosa funciona.
Anónimo
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