Me siento un poco idiota escribiendo esto, pero tras haber pasado ya casi medio año desde que empezó toda esta historia, me veo con la necesidad de contársela a la gente. Sin afán de protagonismo ni muchísimo menos, simplemente porque creo que en lo que respecta a mi vida amorosa, las cosas no han sido del todo normales.

Comenzaré diciendo que tengo 52 años y la que vengo a contaros es mi primera historia de amor, sí la primera. En más de medio siglo de vida jamás me había parado a pensarlo, quizás porque mi prioridad nunca había sido encontrar a alguien con quien compartir mi tiempo. Pero iré al grano, no es cuestión de ponerme ahora a divagar sobre por qué en toda mi vida no había encontrado a nadie afín a mí, o a quien realmente abrirle mi corazón.

Había tenido mis más y mis menos, mis relaciones esporádicas, mis ligues de una noche… ¿pero parejas? Ni la primera. Vi pasar los años viendo cómo mis amigas se casaban y me miraban con cara de pena por seguir siendo yo la eterna solterona. Y lo cierto es que a mí en principio me daba un poco igual, aunque en ocasiones, un poco llevada por la presión social, me paraba a pensar qué era lo que podía estar mal en mí para no atarme nunca y aún así ser feliz.

En la universidad había tenido mis historias pero, como os digo, jamás llegué a atarme a nadie porque realmente ni me apetecía ni tampoco mi cuerpo me decía ‘esta es, esta es tu persona‘. Mis padres en casa empezaban a temerse lo peor (al menos lo peor para ellos), en plenos años 80 y creían tener una hija desviada. Por otro lado, mis amigas estaban completamente seguras de que mi listón estaba demasiado alto. Yo por mi parte, como os digo, sencillamente no encontraba esa necesidad de emparejarme.

Así que me licencié en económicas, estudié una oposición de las más duras de mi sector y me dediqué a mí misma sin nadie a mi lado. Y no es que fuese mejor o peor elección, simplemente la vida había venido a mí de esa manera. Con el paso de los años la gente de mi círculo empezó a ver normal mi soltería, a considerarlo habitual. Mis padres asumieron que su única hija no les iba a dar nietos y yo construí mi vida plena y feliz.

Pero si algo tiene de grandioso nuestra existencia es esa capacidad de sorprendernos. El motivo por el que estoy aquí. Fue este verano, el verano más extraño para prácticamente todos. Un verano de mascarillas y medidas de seguridad. Había cancelado mis vacaciones con una amiga, juntas nos íbamos a escapar un par de semanas a Hawai. Era nuestro sueño desde hacía muchísimo tiempo, pero el covid truncó nuestros planes. Aún así, decidí que tras varios meses de confinamiento me merecía salir aunque fuera unos días, y alquilé una casita en las rías bajas gallegas.

Según llegué allí respiré la paz de aquel lugar. Alrededor solo mar y rocas que se perdían con un inmenso bosque. La había alquilado a través de una conocida web de alquiler vacacional y Raúl, el propietario, me estaba esperando a mi llegada. Habíamos hablado un par de veces sobre la casa, las condiciones… Por lo que ponía en la descripción, la casa permanecía vacía buena parte del año pero él quería darle vida al menos durante el verano ya que consideraba que una vivienda así lo merecía.

En cuanto la vi no pude más que darle la razón. Era una casa pequeña y muy coqueta, con un jardín a su alrededor y prácticamente construida sobre las rocas. Había pertenecido a su abuela, aquella casa tenía muchas décadas de historia.

Saludé a Raúl, un chico algo más joven que yo que me recibió sonriente en cuanto bajé de mi coche. Me enseñó el interior, la casa estaba impecable. Era obvio que Raúl se había esmerado porque aquella vivienda luciese perfecta para sus inquilinos. Me volvió a preguntar si viajaba sola, y yo le dije que sí, que para desconectar no había nada mejor.

En todo caso, dejó caer que él era el propietario del club náutico de la zona y que cuando quisiese socializar un poco, estaba invitada a lo que me apeteciese. Le di las gracias por su amabilidad y allí me quedé, viendo el mar desde el gran ventanal de aquel precioso salón.

Pasé tres días increíbles, de levantarme, desayunar mirando las olas romper contra las rocas y bajar a una pequeña cala escondida muy cerca de la casa. Devoré tres libros enteros y no pensé en nada más que en relajarme y tomar el sol. Y al tercer día, mientras hacía la compra en el pequeño supermercado de la localidad, me volví a encontrar con Raúl, que me preguntó cómo lo estaba pasando y volvió a recordarme que me acercase al club algún día.

No tenía en mis planes salir por la noche, pero aquel atardecer, tras un paseo por la playa, me di una ducha y decidí ir a ver la puesta de sol al club náutico de Raúl. Había un ambiente fabuloso. Gente joven, familias… Todos en la terraza esperando ver la caída del sol. Me senté en una de las mesas libres y a los pocos segundos vi a Raúl acercarse con una bandeja.

Para mi sorpresa, tras pedir una primera cerveza, Raúl me preguntó si podía acompañarme, le dije que sí, por supuesto, lo cierto era que desde que había hablado con él la primera vez a través de la aplicación de alquileres me había parecido una persona encantadora. No me venía mal un poco de compañía y la realidad fue que junto a él me bebí unas tres cervezas.

Hablamos de lo divino y de lo humano. Me comentó que le había llamado mucho la atención que alquilase yo sola la casa, y que le parecía una mujer muy interesante. ¿Para qué mentiros? Vi las intenciones de Raúl tras la segunda pregunta sobre si tenía pareja. Pero lo hacía bien, era sutil y me miraba a los ojos sin cortarse un pelo. Yo también pregunté, él a sus 46 años llevaba más de 10 divorciado, tenía varios negocios de hostelería en la zona y estaba harto de dar explicaciones a su familia.

Os lo resumiré en que aquella noche invité a Raúl a tomarse la última en mi casa, su casa, pasamos una noche alucinante y muy divertida. No valoré en absoluto que el hecho de que fuera el dueño de la casa pudiese suponer un problema por el tema de volver a vernos. Éramos dos adultos disfrutando y punto. A la mañana siguiente tomamos un café juntos en el jardín de la casa y Raúl me contó cómo recordaba jugar allí mismo cuando era bien pequeño. Su familia, por aquel entonces unida y feliz, pasaba cada verano en aquel lugar privilegiado. Un ápice de nostalgia pudo notarse en sus palabras. Temí si preguntar pero algo me dijo que Raúl necesitaba hablarlo, sus padres habían fallecido en primavera,  y realmente aquella casa era el último recuerdo que le quedaba.

Fue una conversación a la que no teníamos pensado llegar, pero cuando nos dimos cuenta llevábamos dos horas con las tazas de café ya vacías, sentados en aquel jardín, contándonos nuestras respectivas infancias. Un rato después Raúl se fue corriendo, tenía que trabajar y yo continuar con mis vacaciones. Quedamos en que volveríamos a vernos antes de terminar mi estancia en su tierra.

El resto de días en aquel pequeño pueblo de la costa fueron estupendos. Con un sol y una temperatura perfectas. Pensé varias veces en regresar al club náutico para saludar a Raúl pero, por primera vez en mi vida, algo me hizo tener miedo al rechazo. Jamás me había ocurrido, la naturalidad con la que me suelo comportar me hace siempre actuar como si las cosas llegasen solas. Pero en aquella ocasión, no era capaz, pensaba en que a Raúl no le pareciera bien que volviese habiendo pasado tan poco tiempo desde aquella noche o que no le apeteciese tomar algo conmigo. Las dudas me hicieron mantener la distancia y en casi 5 días continué mis vacaciones pensando en Raúl sin ser capaz de verlo.

Aquello cambió la noche que decidí pasear por el puerto deportivo antes de regresar a casa. Hacía una noche ideal y me daba pena desperdiciarla encerrándome en casa. Acababa de hablar con mi mejor amiga por teléfono y a lo lejos veía a un runner que trotaba ligero. Pensé en la pereza que me daría salir a correr a esas horas, y encontré un punto en el que sentarme sobre las rocas, a pocos metros del mar. Pocos segundos después escuché una voz conocida a mi espalda que me daba las buenas noches. El runner, era Raúl.

Me pidió permiso para sentarse junto a mí y tras unos segundos en silencio se sinceró diciendo que esperaba que me hubiese acercado al club, si había pasado algo. Mi corazón, sin yo entenderlo, latía a mil por hora, y sin saber muy bien lo que decir le respondí que simplemente imaginaba que estaría ocupado. Raúl me dijo que aquello le sonaba un poco a que no me apetecía volver a verlo y no pude más que decirle que nada más lejos de la realidad.

Me sentía como una niña tonta viéndolo allí a mi lado, con aquellos ojos verdes que me miraban fijamente mientras intentaba dibujar una sonrisa de alivio. No sabía muy bien qué hacer entonces, así que me lancé a regalarle un beso sin importarme en absoluto lo sudadísimo que estaba.

Repetimos experiencia aquella noche, en este caso en casa de Raúl. Un piso precioso en una urbanización a las afueras del pueblo. Con la excusa de darse una ducha me preguntó si me apetecía un vino y claro que nos lo tomamos, aunque evidentemente pasaron bastante más cosas que no soy capaz de contaros. Tan solo puedo deciros que Raúl me hacía ver las estrellas como pocos lo habían logrado, y que juntos en la cama hacíamos un tándem increíble.

Como os podéis imaginar por mis palabras, Raúl ya empezaba a hacerse un pequeño hueco en mi vida. Era cierto que solo nos habíamos visto un par de veces, pero siempre que lo hacíamos todo era muy intenso, hablábamos como si nos conociésemos de toda la vida, había una naturalidad y una conexión que se notaba a leguas.

Tras aquella segunda noche hubo cuatro más, exactamente las que me quedaban de vacaciones. Sin planificarlo, Raúl y yo decidimos dar rienda suelta a como se llamase que estábamos haciendo, quedando para cenar, tomar algo y por supuesto, darnos calor en la cama. Cada día, cuando lo veía, mi corazón me daba un pequeño pellizco. Me estaba volviendo loca por aquel hombre, era evidente.

El día que me tocaba hacer las maletas para irme, un golpe de melancolía me sacudió. Le pedí a Raúl que no viniese hasta que tuviese que entregarle las llaves. Un nudo en mi garganta me hacía sentir estúpida por aquella pena que me invadía. Pensaba en que no volvería a verlo, en que aquel verano en las rías bajas había sido increíble y que quizás nunca volviese a repetirse. Poco antes de las tres de la tarde, Raúl entraba en la casa con un gesto, diríamos, muy similar al mío.

Le pedí intentando reír que no se pusiese así, que me iba a hacer llorar y no era el momento. 46 y 51 años y allí estábamos, mirándonos fijamente intentando sostener las lágrimas. Lo único que me pudo decir Raúl fue que no se podía creer la suerte que había tenido de conocerme. Me reveló que al principio le llamé la atención físicamente pero que además, lo había conquistado por completo con mi increíble forma de ser. Lo mismo me había ocurrido a mí con él, aquello era como una magia extraña que seguro que muchas de las que os habéis enamorado habéis sentido alguna vez.

Pero tenía que irme, al día siguiente en aquella casa entraba una familia a pasar el resto del verano y a mí me tocaba volver a Toledo. No quería, necesitaba abrazar a Raúl y no soltarlo nunca. Nos dimos un último beso y prometimos estar en contacto.

Como una quinceañera, conduje durante varias horas escuchando canciones de amor y llorando a moco tendido mientras cantaba a viva voz. Me aventuré a llamar a mi mejor amiga, a la que todavía no había contado absolutamente nada sobre Raúl, y durante largos minutos la puse al día. Cuando terminé de hablar ella sentenció muy segura: ‘Amiga, te has enamorado’.

Cuando llegué a casa tras un largo viaje en coche, escribí a Raúl informándole de que ya estaba en casa. Él me respondió al segundo y nos pasamos una buena parte de la noche hablando por teléfono. Recordando nuestros momentos, pensando en todo lo que teníamos que hacer al día siguiente.

Los siguientes días, e incluso las semanas, fueron iguales. Yo sabía ya los horarios de trabajo de Raúl, él sabía los míos. Nos llamábamos, hacíamos videollamadas, nos escribíamos cuando nos acordábamos el uno del otro. Mis amigas alucinaban con lo que veían y no podían más que decirme que no debía dejar escapar una relación con Raúl, en 51 años era el hombre de mi vida y unos kilómetros de distancia no podía significar más que lo que sentíamos.

Ya en octubre, cuando era más que obvio que Raúl y yo estábamos hechos el uno para el otro y que no podíamos vivir separados, me armé de valor y en una de las videollamadas le dije que le quería. Él respiró aliviado y me dijo que menos mal que se lo había dicho porque él llevaba tiempo queriendo decírmelo pero no sabía cómo me lo podría tomar yo. Le dije que no podíamos ser más tontos, y no echamos a reír.

Sin saber muy bien cómo la conversación terminó desembocando en hablar sobre nuestro futuro juntos. Raúl acababa de empezar a trabajar como ingeniero en una oficina porque las cosas en la hostelería no le iban del todo bien por culpa del covid y había decidido cerrar sus locales hasta que las cosas volviesen más o menos a la normalidad. Además, sus tres bares estaban en zonas vacacionales y no tenía sentido abrirlos tal y como estaban las cosas.

‘Vente a Toledo conmigo’. Le dije en un golpe de ánimo.

No lo veía descabellado, él estaba teletrabajando, yo en parte también pero tenía reuniones semanales que no podía dejar de lado. Ambos nos mantuvimos pensativos un instante y entonces Raúl me respondió que en dos días estaba en Toledo. Y os juro que cumplió su promesa.

Desde octubre Raúl y yo vivimos juntos en mi casa. Que muchas me diréis que es una locura increíble pero ha sido la mejor decisión de mi vida. Nos hemos adaptado tan bien el uno al otro que es alucinante. Raúl además desde el minuto uno dice que por mucho que esta sea mi casa, él no vive de prestado y ha decidido sin yo pedírselo ingresarme todos los meses un dinero para los gastos de la casa. Ha congeniado genial con mis amistades y con mis padres, esa sensación de conocernos de toda la vida, nos ha ocurrido a todo con él.

Me siento querida, deseada y feliz a su lado. Y ahora todos los días cuando lo miro doy las gracias a Galicia por haberme regalado un pedacito de su inmenso tesoro.

 

Anónimo