Me masturbé en el tren

Muy pocas personas conocen esta historia porque soy consciente de los prejuicios que todavía a día de hoy rodean la masturbación femenina. Quizá por eso, porque sigue siendo tabú para muchas, me atrevo a contar esta anécdota, a sabiendas de la necesidad de visibilizar esta cuestión en los medios.

Estaba en un tren de larga distancia aburridísima. Viajaba sola y venía de pasar unas vacaciones estupendas, con gente estupenda, pero no me había comido una rosca. Como digo, había estado con más gente, así que llevaba una semana a un ritmo vertiginoso y con cero intimidad. Sin embargo, llevaba un tiempo tonteando por redes con un chico que conocía desde hacía muchos años pero que, al mudarse de ciudad, habíamos perdido el contacto y que, recientemente, nos habíamos empezado a seguir por Instagram. Lo que empezó como un reencuentro inocente del tipo Hey, qué alegría, cuánto tiempo, ¿cómo estás? pasó a un tonteo inocente que se había trasformado en una tirada de caña descaradísima. Así que estaba en el tren aburrida como una mona y cachonda como una mona, también. 

De tanto releer el chat me quedé que me subía por las paredes, y aunque al principio tuve mis dudas, acabé encerrándome en el baño. Era de esos baños pequeños que tienen un pestillo normal y no el que está habilitado para minusválidos cuya puerta se bloquea con un botón. Lo aclaro porque de ser ese baño no me habría atrevido, a veces fallan y se desbloquean desde fuera. Ya me parecía toda una proeza hacerme un dedo en ese ambiente como para que encima hacerlo con la preocupación constante de que te pillaran con las manos en la masa. Lo primero que hice fue comprobar que la puerta había quedado bien cerrada y si había agua y jabón de manos. Por suerte había, aunque no siempre es lo más habitual, la verdad. Tras estas comprobaciones me puse manos a la obra, nunca mejor dicho.

Como el espacio era tan reducido y no quería rozarme con nada porque, sobra decir, no es el lugar más higiénico del mundo, tuve que adoptar una postura como de ‘sentadilla a medio ejecutar’ con las bragas por las rodillas. Con la mano que me quedaba libre tuve que sujetarme al cambiador de bebés para no perder el equilibrio, porque entre el traqueteo y la postura me podrían convalidar un Grado en Circo del Sol. Cuando estaba a punto de llegar al orgasmo se comprende que me agarré tan fuerte del cambiador de bebés que cedió y se abrió. As que hayáis tenido que cambiar a vuestros bebés en el tren sabréis que no es fácil maniobrar con ese armatoste abierto, de hecho, en la postura en la que me encontraba yo, medio agachada, me cayó en toda la cabeza. Grité. Alguien que esperaba fuera se asustó y empezó a aporrear la puerta: “¿Se encuentra bien? ¿Necesita ayuda?” mientras forcejeaba creyendo que me había dado un jamacuco. Yo mientras tanto seguía sin bragas, intentando cerrar el cambiador y con una mezcla de frustración y mala leche por quedarme a medias.

― No se preocupe. Estoy bien. 

Lo tuve que repetir dos o tres veces porque era una señora mayor y no se enteraba bien. La pobre solo quería ayudar, y seguramente tuviera urgencia por entrar, así que en cuanto fui capaz de cerrar el cambiador (traía el cerrojo defectuoso y no hacía ‘clic’) salí del baño. 

Como no contemplaba la idea de quedarme a medias pensé en buscar otro que estuviera libre. Me recorrí el tren entero y resultó que el único disponible era el de minusválidos, el que se bloquea con el botón. Tal era el calentón que no me lo pensé. Allí tenía más espacio y no había necesidad de hacer tantos equilibrios. Ni un minuto tardé. 

No es la experiencia más erótica ni higiénica del mundo, pero no me arrepiento. Si bien hay que extremar el cuidado para no pillar una infección, no veo nada de malo en hacerlo. Seguro que no soy la primera y tampoco seré la última.

Anónimo