«Me arrepiento de muchas cosas, pero jamás de haber sentido.»  

No fue el primer chico con el que salí ni tampoco el segundo. Eso fueron chiquilladas para mí. Niños con los que jugaba a ser mayor diciéndonos que nos queríamos sin entender del todo lo que significa el amor. Mi primer amor llegó sin buscarlo.

Un día de verano hace muchísimos años (tantos que he perdido la cuenta) salí con mi por aquel entonces compañero de piso a tomar algo. En la terraza del bar estaba él: Xoán. Yo no le vi, pero él a mi sí. Como no había sitio en la terraza, mi amigo y yo nos sentamos dentro del bar, justo en una mesa por la que había que pasar sí o sí para poder ir al baño del bar. Xoán se acercó a nuestra mesa y saludó a mi compañero de piso. Resulta que habían ido juntos a clase de pequeños, pero ahora cada uno vivía en una ciudad. Al parecer había venido a pasar unos días, y de paso ver cómo estaba la casa de su madre, que se encontraba en venta porque ella también se había mudado. Como mi compañero de piso no hizo amago de presentarnos, Xoán se autopresentó. Nos dijo que iba a dar una fiesta al día siguiente en su casa y nos invitó a ir. Yo me quedé bastante en shock. Dijimos que tal vez. Él fue al baño y volvió a su mesa.

Nada más irse le dije a mi amigo que me había enamorado. Sí, fui una exagerada, pero había sentido una conexión que jamás había sentido. No sé si fue su acento, su piercing en la oreja, sus ojos negros o su olor. Le supliqué ir a la fiesta, tenía que conocerle más y mejor.

Al día siguiente me llegó un mensaje de Xoán. Me dijo que mi compañero de piso le había dado mi número. A mí me dio un vuelco el corazón.

Llegó la hora de la fiesta y ahí estaba yo, en una casa con cuatro muebles rodeada de gente a la que sólo conocía de vista porque mi ciudad es muy pequeña. Comimos tortilla y nuggets que hizo Xoán, y a mí me temblaba la mano cada vez que abría una cerveza. Jamás me había sentido así. Después puso música, y en su playlist sonaron esas canciones que uno escucha de joven y le hacen sentir especial. Esa sensación de ser único y de haber encontrado por fin a alguien con unos gustos tan raros como los tuyos.

Bebimos y hablamos durante horas. Él y yo. Nos mirábamos, reíamos, compartíamos nuestros secretos. Éramos desconocidos que se sentían como almas gemelas, o al menos eso pensaba yo.

A la 1 de la mañana decidimos salir de bares. Todos se fueron de casa para esperarnos abajo mientras Xoán y yo recogíamos un poco. Estaba claro que nos gustábamos y la gente lo notaba, querían dejarnos a solas. Entramos en la cocina y me apoyó contra la pared, sujetándome con los brazos y besándome. Tenía el corazón a punto de estallar.

Fuimos a su habitación. Me tumbó en la cama y nos besamos. El móvil sonó, eran los amigos de Xoán preguntando si bajábamos o si se iban a la zona de los bares. Decidimos bajar y continuar después. Recuerdo que le dije que me gustaba una camiseta que tenía tirada en la habitación. Era de los Beatles. Se quitó la que llevaba y se puso esa.

No recuerdo nada de los bares, sólo los ojos de Xoán mirándome. Pasaron las horas y volvimos a donde lo habíamos dejado: su casa. No quiero convertir esto en un relato erótico porque para mí no fue sólo sexo, pero tal y como os imaginaréis nos pasamos la noche entera follándonos con el cuerpo y con la mente. Después de ese día el resto de los chicos con los que me había acostado se convirtieron en verdaderos inútiles.

A las 8 de la mañana nos despertamos. Él tenía un billete de tren de vuelta a su ciudad. Nos despedimos con un beso en la puerta y su camiseta de regalo (me pasé semanas oliéndola en mi casa). Me dijo que era una putada habernos conocido ese día, que ojalá haber tenido aunque fuese una semana más por lo menos.

Se hizo agosto. El verano se acababa y yo seguía pensando en él. ¿Cómo es posible que 24 horas den para tanto? Sí, volvimos a vernos.

Primeros de septiembre y yo en la estación temblando como un flan. Llegó y fue una de las mejores semanas de mi vida. Me contó cosas que no cuentas a alguien a quién sólo quieres para follar, y yo compartí con él una parte de mi alma que después cerré a cal y canto. Después de esa semana llegaron otras igual de bonitas o más.

Los meses pasaron y en enero algo dentro de mí me dijo que las cosas iban mal. Él sabía que yo estaba enamorada, sin embargo, él no sentía lo mismo. Es raro de expresar (y fue raro de sentir)… En su forma de actuar yo veía amor, pero era como si tuviese pánico a expresar lo que sentía.

Como era él quien siempre venía a mi ciudad, pensé en ir a la suya. Miré horarios de trenes, precios, todo, y cuándo se lo conté el tono de la conversación cambió. La relación se enfrío hasta que un día me dijo que él tenía dos vidas y que no quería mezclarlas. Me echó de su lado y no opuse resistencia. Luchar por alguien que no te quiere me parecía ridículo, así que me alejé.

Pasó el tiempo y conocí a mi actual pareja. Meses después celebramos una cena de Navidad con nuestros amigos y en la discoteca estaba él. Me tembló el mundo entero al verle. Esa es la putada de “desenamorarte” de alguien que vive lejos, que nunca superas el vuelco al corazón cuando os volvéis a encontrar.

Al día siguiente quedamos para tomar algo. Según él, quería explicarme por qué actuó como actuó. Me dijo que había estado muy enamorado de mí pero que se asustó (lo típico), que yo había sido la chica más especial de su vida (lo típico) y que me pediría matrimonio en ese momento si supiese que yo diría que sí (esto no es tan típico, pero sí un poco tópico).

Le creí y le sigo creyendo, tal y como creo que nunca sentiré un amor exactamente igual al que sentí por él. Y eso es bueno. Sin embargo, decidí no volver con él. Hacerlo habría sido un error.

Hay amores que te marcan, que te hacen estremecerte eternamente cada vez que los recuerdas, que se anclan a tu corazón en forma de “y si…”. Amores inmortales, amores que nos enseñan a convivir con la duda. Y no me avergüenza reconocer que a día de hoy me sigo girando cuando alguien pasa a mi lado por la calle y lleva su perfume.

YouTube video