A mis casi sesenta años no me puedo creer que esté a este lado del ordenador escribiendo algo que necesitaba contar hace ya algunos meses. Todo este tiempo me ha ayudado a curar un sentimiento de culpa y de inferioridad tremendo, que ha conseguido que caiga en una depresión diagnosticada a la que hago frente cada día.
Pero empezaré por el principio. Por un divorcio por sorpresa, unos hijos casi independientes y una vida de soledad de la noche a la mañana. Había dedicado casi toda mi vida adulta a mi marido y a la crianza de mis hijos. Había dejado a un lado a mis amistades, nos habíamos mudado un par de veces y aunque siempre contábamos con conocidos con los que quedar o hacer planes, nuestra rutina era prácticamente solitaria. En casa o saliendo a algún viaje, pero siempre nosotros cuatro.
Así que imaginaos lo que fue para mí afrontar que, un buen día, mi queridísimo marido me dijera que llevaba más de un año liado con una compañera de trabajo y que se iba con ella. Aún hoy no soy capaz de pensar en ello sin llorar de la rabia. Y, evidentemente, mis hijos estuvieron a mi lado para apoyarme pero poco a poco retomaron sus vidas esperando que yo consiguiese rehacer la mía.
Por supuesto con mis subidas y bajadas, lo hice. Empecé a salir más, a apuntarme a clases de informática, de idiomas, deportivas… Lo que quería por encima de todo era estar con gente, mantenerme entretenida y si podía ser, hacer algún plan divertido. Y fue en una de esas clases en las que comencé a utilizar las redes sociales. No tenía ni la menor idea del mundo de relaciones cibernéticas que me estaba perdiendo.
Creé mi primer perfil en Facebook y en Instagram y me volví un poco loca añadiendo gente tanto conocida como desconocida. Pasaba horas y horas enganchada leyendo actualizaciones de diferentes perfiles, me tragaba los stories de famosas y no tan famosas. Lo que viene siendo pasarlo pipa sin necesidad de salir de casa. Me obsesioné un pelín, la verdad.
En una de esas noches que se convierten en madrugadas me llegó una notificación de Instagram, alguien había comenzado a seguirme. Rauda y veloz abrí el aviso y vi que el susodicho era un hombre guapísimo con un perfil fascinante. Un tipo de unos cincuenta, sexy, atractivo, con un montón de vídeos en los que hacía alarde de su inteligencia. Tras unos minutos de cotilleo decidí devolverle la pelota y seguirlo también. Mal hecho, porque ahí empezó todo.
Poco tiempo después mi teléfono vibró avisándome de que alguien quería ponerse en contacto conmigo. El mensaje era de él, de Enrique, y en aquel instante sentí un cosquilleo muy divertido en el estómago. La conversación parecía sacada de una clase de secundaria. Yo no sabía muy bien como responder a sus comentarios directos y en ocasiones demasiado pomposos.
Sus preguntas siempre terminaban con un ‘cariño’ o un ‘mi amor’ que me incomodaba bastante, y en seguida le dejé saber que con aquella forma de expresarse me estaba provocando mucho rechazo. Él entonces se disculpó y me explicó que hacía tiempo que no conversaba con ninguna mujer, que estaba muy solo ya que se había quedado viudo, y que lo único que buscaba era una amiga con la que charlar de vez en cuando.
Me pareció muy raro que un hombre tan atractivo sufriese esa soledad de la que él me hablaba. Encima, casi todas sus fotografías tenían muchos ‘me gustas’ y comentarios de otras mujeres diciéndole lo mucho que les gustaba. Pero la verdad lo pensé y me di cuenta de que el hecho de tener seguidoras no tenía nada que ver con sentirse solo. Así que me fié de sus palabras.
Su vida, según me contaba, era completamente normal. O al menos lo había sido hasta el horrible fallecimiento de su esposa. Desde entonces los problemas parecían acumularse a su alrededor y ni siquiera sus amigos de toda la vida se habían quedado a su lado. Vivía en una ciudad al otro lado del país y constantemente me hablaba de sus intenciones de mudarse ya que para él aquel lugar eran todo recuerdos de su anterior vida.
Charlábamos sobre todo de noche, cuando el reloj marcaba las 23:00 era raro el día en el que no tenía ya un primer mensaje suyo saludándome como de costumbre, con un ‘buenas noches preciosa‘. Hacíamos un breve resumen de cómo habíamos pasado el día y después tonteábamos sobre unas cosas o las otras. Yo no me despegaba del teléfono en toda la noche, a veces nuestros chateos terminaban de madrugada. Al día siguiente apenas podía ser persona, pero una nueva ilusión me daba la energía para sobrellevar las cosas.
Porque era así, Enrique con sus historias y sus cumplidos, había conseguido conquistarme de manera que de pronto no era solo mi amigo de Instagram. Pensaba en él en cada momento del día, y me daba un salto el corazón cada noche al escuchar el pitido que me avisaba de su mensaje. Era como una quinceañera conociendo el amor por primera vez.
Él continuaba publicando fotografías de su día a día. Haciendo ejercicio, o en su casa preparando la comida. Imágenes muy cotidianas pero en las que no faltaba nunca un buen músculo o una sonrisa perfecta. Habitualmente yo solía preguntarle el porqué de esas instantáneas tan idílicas, si en el fondo siempre me contaba que estaba rozando una depresión, y su respuesta solía ir encaminada a que sentía la necesidad de demostrarle al mundo que él era más fuerte que cualquier bache.
Un día, tras varias semanas de mensajes, quise saber el motivo por el que me había elegido a mí de entre tantísimos perfiles de la red social. Tardó bastante en responderme y cuando lo hizo lo único que me preguntó fue si estaría interesada en darle mi número de teléfono para poder estar en contacto de otra manera. Me puse muy nerviosa, sentía que él quería dar un paso más conmigo, y sin dudarlo lo agregué a mi agenda.
Entonces mi obsesión con estar en contacto con él dejó de ser únicamente nocturna para ocupar casi todo mi día. Me pasaba hora tras hora pendiente del Whatsapp, o de las llamadas. Hablábamos por teléfono y el poder escuchar su voz me hacía imaginar aun más el cómo sería estar a su lado. Yo le contaba mis preocupaciones y él me repetía una y otra vez que era un afortunado por haber conocido a una mujer tan especial y grandiosa como yo. Mi corazón latía a mil por hora.
Habían pasado algo así como seis meses desde aquel primer mensaje de Enrique, y un buen día dejé de saber de él. Ni Instagram, cero mensajes, no respondía a mis llamadas… Fueron casi ocho días en los que la angustia me abrazó por completo. Sabía que mi amigo no se encontraba anímicamente bien y tenía miedo de que pudiera haber hecho alguna locura, pero no conocía a nadie de su entorno para dar la voz de alarma.
Revisé sus contactos en la red social y tanto sus seguidores como seguidos eran un interminable listado de mujeres de diferentes países y edades variopintas. Yo ya sabía que aquel perfil de Enrique era un caramelito para muchas mujeres y no le di importancia pero, ¿ningún colega ni familiar lo seguía?
Estuve unos días muy nerviosa con su repentina desaparición, pero cuando fui consciente de que yo no podía hacer nada me di un poco por vencida. Dejé de llamarle y de escribirle desesperada, esperando que algún día él se decidiese a volver. Y si no lo hacía, pues ya saldría adelante…
Y entonces, tras más de una semana desconectada de su vida, Enrique regresó a través de una llamada rara, corta y muy enigmática. Eran casi las doce de la noche y cuando vi su nombre en la pantalla de mi móvil casi lloré de la emoción. Mi amigo hablaba muy rápido y casi susurrando, me decía que necesitaba mi ayuda ya que se había metido en un problema con un socio de uno de sus negocios. Se había ido fuera de España y había estado muy ocupado, y para su regreso necesitaba pedirme un favor inmenso.
No dejaba de repetir que yo era la única persona en la que confiaba de todo el mundo, que no tenía a nadie más que a mí, que se moría de vergüenza por tener que pedirme aquello pero que necesitaba volver a casa y no tenía dinero para hacerlo. Cuando vi por donde iban las cosas le pedí que fuese más despacio, y que si lo que quería era dinero que tendría que explicarme con detalle qué era lo que ocurría.
Él, algo más nervioso, se puso serio y comenzó a contarme que tenía un negocio con un socio que vivía en Suiza, habían pasado por algunos problemas y había viajado a verlo para solucionar las cosas. Todo se había torcido una vez allí, y el que era su socio le había exigido un dinero y por ese motivo él se había quedado completamente a cero. Sin dinero para mantenerse en Suiza ni para regresar. Decía que una vez de vuelta podría devolvérmelo ya que en su casa tenía unos ahorros guardados.
Y claro, yo me lo creí, como también creí que aquel chico me estaba pidiendo que le comprase un billete de avión. Pero cuando al fin me dijo la cuantía me quedé a cuadros, ni más ni menos que seis mil euros para hacer frente al billete, el pago del hotel y de algunas facturas que le debía a su compañero. Tras dudar unos segundos le prometí que a la mañana siguiente iría al banco para enviarle el dinero. Él insistía una y otra vez en que podía hacerlo online esa misma noche, pero me negué. Me dio un número de cuenta suizo y se despidió sin demasiadas florituras pidiéndome que no me olvidase de él.
Creo que entonces la suerte me sonrió por primera vez en mucho tiempo. Aquella mañana amanecí temprano y dispuesta a ser la primera en entrar en la oficina bancaria para hacer la trasferencia a Enrique. Pensaba en él y en lo mal que lo debía de estar pasando, se le notaba tan agobiado al pobre. Le escribí un mensaje dándole los buenos días e informándole de que en poco rato iría al banco, él me respondió con un corazón, sin más.
Cuando iba de camino a la oficina me crucé con uno de mis hijos, que se dirigía como cada mañana a su trabajo. Nos abrazamos y él, algo extrañado al verme tan temprano por la calle, me preguntó a dónde iba. Solo pude decirle que necesitaba hacer unas gestiones en el banco y, como ya me temía, él se ofreció a acompañarme para así después tomar un café juntos. No valió de nada decirle que se fuera, que iba a llegar tarde al trabajo, mi querido hijo tomó mi mano y nos pusimos en marcha hacia la oficina.
Me estaba volviendo loca. En pocos minutos necesitaba encontrar una excusa para enviar dinero a una cuenta en Suiza sin que mi hijo sospechara que me había vuelto loca. Él me preguntaba qué gestiones eran tan importantes como para hacerme a mí madrugar, y yo reía nerviosa sin dar respuesta alguna. Entonces llegamos a la puerta de la entidad bancaria y un impulso por sorpresa me hizo pararme para contarle lo que estaba a punto de hacer.
Creo que no he visto a mi hijo tan enfadado en toda su vida. Primero incrédulo y después indignado con que yo pudiese caer en una barbaridad de ese tipo. Yo solo sabía decirle que Enrique me necesitaba, que era su única amiga, y él abría mucho los ojos y decía ‘pero mamá, pero mamá…‘ una y otra vez.
Me apartó de la entrada de la oficina y me dejó claro que ese dinero no se iba a ningún lado, y que lo segundo que íbamos a hacer era investigar a ese tal Enrique. Me arrepentí de haber sido sincera, pero realmente se le veía preocupado por todo lo que le había contado. Una vez se le pasó el cabreo dejó en pausa su atareado día para demostrarme que había estado viviendo una estafa durante muchos meses.
Nos sentamos frente a un café y lo primero que hizo, en apenas un minuto, fue enseñarme que esas fotografías que Enrique subía a su perfil eran de otro hombre. En concreto de un tal Kevin con residencia en Estados Unidos. Me sentí absurda, engañada, tuve ganas de vomitar y llorar a la vez… Mi hijo me miraba y me abrazaba, él también lo veía, había sido una estúpida pero aquello era algo que le podía ocurrir a cualquiera.
De pronto mi teléfono comenzó a sonar sobre la mesa de la cafetería. Mi querido amigo parecía empezar a impacientarse por ese dinero que yo le había prometido. Y cuando iba a colgar, mi hijo cogió el móvil y descolgó furioso.
Esa última llamada nos sirvió para dejarle claro a Enrique, o como se llamase aquel hombre, que su intento de estafa no había llegado a ningún lugar y que nos pondríamos en contacto con la policía si intentaba volver a llamarme. Pude despedirme y dejarle claro lo que opinaba de él por haber jugado con mis sentimientos y con mi vida, y él como un buen cobarde se mantuvo en silencio y solo supo mandarnos a la mierda a ambos antes de colgar.
Os aseguro que a día de hoy todavía hecho de menos mis conversaciones con ese tipo, me embaucó de tal manera que iba a enviarle a un completo desconocido un montón de dinero sin pedir nada a cambio. La soledad y la buena fe muchas veces nos convierten en ese objetivo perfecto para gentuza de este calibre.
Desde aquí solo os puedo recomendar que tengáis cuidado, que el anonimato de las redes sociales puede llegar a ser muy peligroso. Yo, desde entonces, no me fío ni de mi sombra.
Anónimo
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