Es curioso el matiz que pueden tener las cosas.

Cómo una idea tan parecida puede ser tan diferente según el destinatario del mensaje.
Hace unos días escribí sobre lo necesario que es tener a alguien que se gane el derecho a decirnos siempre todo aquello que no queremos escuchar, aquellas cosas que tendemos a callar en nuestra cabeza pero son necesarias para nuestro bienestar, alguien que nos ponga los pies sobre la tierra cuando deba hacerlo.

Y hoy vengo a hablar del caso contrario, de aquellos que sin estar legitimados para ello (y aquí está la primera clave) opinan y juzgan sobre la vida de los demás sin haberlo demandado (y aquí está la segunda).

Esas personas que escupen su opinión sin que nadie se la haya pedido. Ya dije en “La paz mental de conocer, aceptar y convivir con tus defectos”, que vivimos en una era en la que todos nos consideramos expertos “opinionistas” en todos los campos y en realidad no tenemos ni idea de nada.

Hoy no me refiero a ese defecto que tiene nuestra sociedad, que teniendo al alcance ventanas digitales y escudándose en el anonimato osan vomitar ideas sobre absolutamente todos los campos que existen.
Esa ventana en la que todos somos periodistas, ingenieros, entrenadores, políticos y hasta centíficos sin poseer título alguno, solo la autoformación con la que la red, llena de mentiras, nos hace creer que somos expertos.
Esa ventana que no conoce el límite entre el derecho a la libertad de expresión y el derecho al honor.

Hoy me refiero a la gente que juzga en el día a día, en pequeñas cosas cotidianas, chorradas banales que a veces son nimias, pero oye, que tú habías empezado el día con todo el buen humor del mundo y tiene que venir algún imbécil sincericida a jodértelo fastidiártelo.

Que el ser sincero no está reñido con ser educado y parece que una cosa excluye a la otra. Somos todos tan modernos y tan guais que parece que cuanto más sinceros más reales, y cuanto más digamos todo lo que opinamos más molamos.
Hoy tras el escudo “es que yo soy así” parece que todo vale, y NO, no todo vale.
Sé sincero con la misma educación que te gustaría que tuvieran contigo, y mira, ya que estamos, sé sincero y da tu opinión si la han pedido porque si no, simplemente será que no la necesitan.
En serio, aunque te cueste creerlo, la gente vive, pasa el día y duerme bien sin tu opinión.

Ejemplos de tipos de sincericidios que sobran y son demasiado habituales:

  • El aviso de un grano/herpes labial/orzuelo en tu cara del tamaño de un volcán: Gracias, de verdad, sin este alarde de sinceridad no sé qué habría sido de mí, ahora como ya lo sé (porque no me había visto al espejo) podré arrancarme la cara o lo que tú creas que es necesario para poder vivir con esto.
  • El aviso de haber engordado: Gracias, no me había dado cuenta cuando no me cerraba el pantalón esta mañana, pensé que había encogido. En serio, gracias, no sé que haría sin que alguien me lo dijera en voz alta, ahora ya podré solucionarlo, porque claro, creerás que es algo que tengo que solucionar.
  • La opinión de que nuestro empleo es inútil (sea el que sea): Gracias, el tuyo (sea el que sea) imagino que es totalmente imprescindible, no podríamos vivir sin tu aportación al mundo laboral, bueno, ni al mundo en general.
  • El consejo de que deberías ser madre ya: Gracias, no quiero serlo/no puedo serlo/no me da la gana ahora mismo de serlo… En fin, mil escenarios posibles, pero gracias, porque sin ti… No sabría que soy una mujer con derecho a ser madre. Sí, derecho, no obligación.

Seguro que vosotras tenéis un millón de ejemplos más. No quiero que parezca que no se puede pensar al contrario que alguien, o simplemente tener opiniones diferentes.
Me refiero a la gente que no procede diga “X” cosas, que quien me quiere que lo diga desde el cariño o en una conversación en la que, por supuesto, podemos tener ideas totalmente opuestas, pero quien no lo hace, quien no es nadie, que se lo ahorre.

A todos aquellos que os encanta el juego de gestionar las vidas de los demás: SOBRA.
En serio, gestionad las vuestras que bastante tenéis. Dejad de ser juez de jueces dictando sentencia sobre la vida de los demás.
A mí, al menos, con el trabajo que me da administrar decentemente la mía, me canso solo de pensar en intentarlo con la de los demás.

Que los zapatos de cada uno no se los puede calzar cualquiera. Porque aunque ahora puedan parecer relucientes e intactos, quizás es por todas las visitas que desconoces al zapatero. Y tras ese cuero impoluto, hay un millón de remiendos a los destrozos causados por todo lo caminado.
Y esos caminos que destrozaron, y esos remiendos que enmendaron hacen que hoy sean los zapatos que te sostienen y no los cambiarías por unos nuevos porque estos ya tienen tu horma.

Así que aquel que se atreve a juzgarlos, si se los pusiera y pudiera dar medio paso con ellos, quizás, y solo quizás, podría entender el por qué de cada acción y cada decisión.

Y es que…
“La gente es mala… Mala no, imbécil, que no es lo mismo. El mal presupone una determinación moral, intención y cierto pensamiento. El imbécil o cafre no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él…
Lo que hace falta en el mundo es más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes.” (Carlos Ruiz Zafón “La sombra del viento”).

Con esta gran cita me despido.
No esperando que seáis malos, pero sí que dejéis de ser imbéciles, cazurros limítrofes y que seáis un poco más empáticos.

Marta Freire