El año pasado por estas fechas una amiga nos contaba que después de la cena de Nochebuena su madre había sacado la bandeja de turrones y ella, como de costumbre, se había lanzado de cabeza a por un trocito de turrón de Suchard. Y cuando lo tenía en la boca se dio cuenta de que ya no le gustaba. Yo no me vi la cara, pero estoy completamente segura de que mientras nos contaba esta historia estaría yo poniendo unas muecas de horror como si nos hubiera dicho que el turrón estaba envenenado y que toda su familia había muerto.

¡Qué cosa más terrible! ¡No podía ni imaginarme cómo debía de ser que, de repente, un día, te dejase de gustar el Suchard! Lo peor de todo es que algo parecido le había pasado a mi madre. Permitidme que remonte en el tiempo. Cortinilla de estrellas y sonido de flashback.

Yo tuve, durante muchos años de mi vida, una relación muy enfermiza con el Suchard. Sin lugar a dudas era mi dulce favorito. Y lo peor de todo es que solo se vendía durante dos o tres meses al año. Así que la ansiedad era ENORME cuando por fin llegaba a las tiendas.

Mi familia más cercana está compuesta por tres personas: mi padre, mi madre, y yo. Y si algo teníamos los tres en común es que éramos muy fans del turrón de Suchard. Así que en cuanto lo veíamos en las tiendas, comprábamos. Pero a tutiplén (vaya palabra más fetén), igual compraba mi madre 10 tabletas, pa’ tener.

¿Qué pasaba? Que nos las ventilábamos en un par de semanas. Y he de reconocer que la que más comía era yo. Porque es que a mí el Suchard me volvía puto loca. O sea, estar en mi habitación sabiendo que en la cocina había una tableta de Suchard abierta era para mí algo imposible de sobrellevar. Yo me he llegado a comer una tableta de turrón de Suchard (del clásico, por supuesto, nosotros no solo éramos fans, también éramos puretas) de una sentada.

Total, que todas las Navidades lo mismo: a finales de octubre mi madre compraba 10 tabletas y cuando llegábamos a Nochebuena no quedaba ni una. Bronca total. Un día mi madre se enfadó tanto que decidió dejar de comprar Suchard. A ella ya no le gustaba, nos dijo. Y como ella era la encargada de comprarlo, pues… ajo y agua.

Cuando empecé a vivir sola, me llevé conmigo esta tradición: en cuanto veía Suchard en los supermercados hacía acopio, pero luego me duraban las tabletas un suspiro. Y, joder, hay que tener en cuenta que el Suchard, barato, lo que se dice barato, no es.  La cosa es que yo, Navidad tras Navidad, me ponía hasta el ojete.

Hasta que empecé a ir al psicólogo para tratar mis frecuentes atracones con la comida (no solo con el Suchard). Al poco de empezar la terapia confesé cuál era uno de mis peores momentos: el momento Suchard y la Navidad. El psicólogo me recomendó ponerme a prueba. Y obligó a mi madre a comprar Suchard para que yo aprendiese a comer solo el trocito que me tocaba y lidiar con la ansiedad que me generaba no poder comer más. ¡Fue todo un éxito! ¡Lo hice genial!

Así que a partir de entonces la tradición de comprar Suchard en la casa de los De Satán fue recuperada. Las siguientes Navidades yo compraba un par de tabletas para mi casa, que me iba comiendo como una persona normal, su trocito pequeñito al día y tan ricamente, y cuando iba a casa de mis padres me encontraba con otras dos tabletas que, por cierto, mi madre ya no volvió a probar. Cuando yo le preguntaba por qué ya no le gustaba siempre me decía que es que estaba muy dulce para ella, que ahora prefería otro tipo de turrones. ¡Menuda loca!, pensaba yo. ¿Cómo te va a parecer demasiado cualquier cosa este manjar?

Pues, queridas amigas, la vida es maravillosa. La vida, también, es difícil a veces. La vida te da sorpresas. Pero la vida, también, es irónica de cojones. Si uno de mis mayores miedos en el mundo es que el Suchard dejase de gustarme, como le había pasado a mi madre y como le pasó a mi amiga… ¡pues toma! Este año me ha llegado el turno a mí.

No sé si es que el paso de la juventud a la edad adulta tiene algo que ver con que de repente el turrón de Suchard te deje de hacer gracia, y de repente te empiecen a gustar las frutas escarchadas del roscón, por ejemplo, que eso es muy de señora, pero a mí me acaba de pasar.

A ver, permitidme ser precisa y dejar las cosas claras: el Suchard no me ha dejado de gustar. De hecho, tanto en la Gordicon como en un par de cumpleaños a los que he ido ha habido Suchard y he comido mi trocito. Y ya no me vuelve completamente loca, eso es cierto. Ese paladeo de chocolate con tropezones ya no me quita el sentío, pero me gusta. Y un día también me compré mi propia tableta que disfruté muy a tope (y sin comer ansiosamente como si me fuera la vida en ello).

Pero, de repente, llega la Navidad, vuelvo a casa, y veo que nadie ha comprado turrón de Suchard. En cualquier otra circunstancia de mi vida habría sido yo misma la que habría bajado al supermercado refunfuñando y habría comprado su tableta, pero esta vez, cuando pregunté por qué no había Suchard, mi padre, que ahora es real fooder sin saberlo, me dijo que había comprado turrón artesanal que no tenía tanta mierda y era mucho mejor. Pues venga, palante.

Total, que las navidades se han pasado y no he probado ni una sola cuñita de turrón de Suchard en las últimas dos semanas. Y genial, la verdad, tampoco me jode. Lo he aceptado con naturalidad. Me fastidia un poco que a mí también me haya pasado esta cosa tan terrible, pero, ¿qué voy a hacer? Ya no me apetece tanto el turrón de Suchard. Bueno, pues la vida sigue.  Aunque me he comido tres roscones de reyes, para compensar.