Tengo una amiga de la infancia que, pese al paso del tiempo, la distancia y las propias dificultades de la vida, siempre está ahí. A lo largo de los años hemos pasado por épocas mejores y peores, pero ella es una de mis poquitas constantes. Nuestra relación es complicada porque vivimos a cientos de kilómetros y llevamos ritmos de vida muy diferentes. Aunque, en realidad, las claves están ahí, en que siempre hemos pertenecido a mundos distintos. Y en que quizá la distancia ayuda a que la rutina no nos queme o nos acabe alejando. Porque nos vemos poco, pero cuando nos vemos lo disfrutamos a tope.

Una de las últimas veces que nos vimos fue una visita exprés que me hizo. Se compró un billete de avión para pasar el día conmigo y contarme, en absoluta primicia, que se iba a casar. Y yo me alegré un montón por ella y su pareja. Llevaban tiempo intentando fijar una fecha y, por ciertas circunstancias trágicas, nunca era buen momento. Así que no podía estar más contenta por ellos y por que al fin estuvieran tranquilos para poder organizar un evento al que le tenían muchas ganas.

No pensé en lo que esa boda suponía para mi economía hasta que me despedí de ella y volví a mi casa. Tanto mi amiga como su chico vienen de familias acomodadas, por anticuado que suene ese concepto. Y yo no, la mía habría que definirla como humilde.

En la actualidad ellos tienen una buena capacidad financiera, yo… sobrevivo con mi sueldo mínimo. Y no pasa nada, somos todos felices, cada uno con sus circunstancias. Lo que ocurre es que acudir a aquella boda requería de todos mis ahorros y alguno más que tendría que empezar a reunir en los meses que quedaban hasta el gran día. La verdad, por más vueltas que le daba, las cuentas no me salían. Tenía que renunciar a algo. Si pagaba el viaje, no me llegaba para vestido, si compraba vestido, no me llegaba para peluquería. Si pagaba vestido y peluquería, no me llegaba para el regalo.

No quiero parecer superficial, pero la de mi amiga no iba a ser una boda en la que pasara desapercibida yendo vestida de diario y con un recogido hecho por mí. Me daba vergüenza llamar la atención. No estoy orgullosa, pero estaba dispuesta a perderme la boda de mi amiga por no poder permitirme ir bien vestida. Porque sabía que me iba a comparar con la mitad de los casi doscientos invitados. Y que iba a salir mal parada y me iba a sentir mal.

Estaba a punto de llamarla para decírselo cuando sopesé la alternativa: las cuentas me daban si eliminaba el regalo de la ecuación. Lo medité mucho, porque lo cierto es que me daba reparo ir de vacío. Sin embargo, cuantas más vueltas le daba, más me convencía. Mi amiga no necesitaba mi aportación para contribuir a los gastos de la boda, ni una airfrier ni un bono por una experiencia ni una televisión. Estaba segura de que a ella no le importaría, pero aun así se lo pregunté.

Le dije lo que pasaba y me aseguró que el mejor regalo que podía hacerles era acompañarles en ese día. Incluso se ofreció a ayudarme con los gastos de viaje, aunque ya me había pedido previamente que me quedara en casa de sus padres. Por supuesto no le dejé correr con ningún gasto, eso ya sí que ni de broma. Pero fui a su boda sin hacerles regalo y cuanto más tiempo pasa, menos reparo siento. El regalo suponía la diferencia entre poder asistir o no hacerlo. Y, llamadme cutre, pero no me arrepiento.

 

Anónimo

 

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