Mayte llevaba toda la vida quejándose de lo desconsiderada que era su suegra. Desde que ella y su marido se habían casado, aquella mujer siempre guardaba un comentario desafortunado hacia ellos, un mal gesto, un desplante o directamente un desprecio sin tapujos. Su marido siempre hablaba pestes de su madre, decía que nunca había sido cariñosa con él y que su pobre padre la había tenido que aguantar toda su vida sin poder disfrutar de un poco de paz ni siquiera al final de su vida.

No les daba grandes problemas porque estaba desaparecida la mayor parte del tiempo y no les prestaba mucha atención. Pero cuando lo hacía, en fiestas familiares, eventos o algún cumpleaños de sus nietos, siempre acababa soltando alguna perla que amargaba el ambiente a Mayte y, sobre todo, a su pobre marido, que bastante había aguantado ya, toda una vida de desprecios, y ahora…

Cuando habían nacido los niños parecía que podía cambiar un poco su actitud con ellos, pero pronto empezó a hacer comentarios despectivos sobre su crianza, sobre la genética con la que tendrían que lidiar, etc. Mayte se cansó pronto y le prohibió aparecer sin llamar ni ir cuando estuviese su marido en casa, total para acabar insultándolo, prefería que no lo viera. Sabía de sobra que aquello que hacía empeoraba la situación entre ambas, pero para ella lo primordial eran sus hijos y su marido, con todo el sufrimiento que tenía encima.

Pero el primer día que su suegra fue de visita sin estar su hijo parecía otra persona. Le intentaba hacer unas advertencias muy crípticas sobre lo que debería de hacer con su futuro. Creía que estaba perdiendo la cabeza y que era mejor hablar con el centro donde residía para que la atendiesen según las necesidades que ahora veían en ella.

Pero los años pasaron y su marido, poco a poco al principio y muy rápido después, se fue convirtiendo en un hombre distante, prejuicioso, que buscaba gresca en casa seguido, que perturbaba la tranquilidad de los niños y de su mujer con una actitud chulesca y de superioridad que, tras todo este tiempo, ya no la cogía por sorpresa.

Un día Mayte se cansó y, viendo que había empezado a gritar a los niños, lo cogió por un brazo y le pidió que se fuera. En unos meses estaban divorciados. La custodia única para ella y un régimen de visitas muy razonable para él.

Desde el primer día dejó de cumplir con sus obligaciones como padre. Cero involucrado con la manutención y el apoyo a sus hijos y aprovechando cada segundo libre para salir y hacer la vida de soltero que tanto añoraba.

Entonces, aquel bicho de suegra que Mayte tanto había odiado, llamó al timbre una mañana de domingo. Sonreía sincera y Mayte solamente podía sospechar. Nadie podría haberle hecho creer que, después de casi 30 años de relación de odio con aquella mujer, ahora iba a ser quien aportase luz y estabilidad a su casa.

Empezó disculpándose por no haber sabido hacerlo mejor como madre. Le dijo que entendía que ella la repudiase, pero que tenía que entender que ella sabía cómo era su hijo, quien era en realidad y que se estaba previniendo de lo peor.

Mayte criaba ahora a dos niños a punto de entrar en la adolescencia y, con su sueldo de camarera, poco podían hacer. Pero la abuela de aquellos niños, después de tantos años ausente, había aparecido para quedarse y verlos crecer como no había podido hacerlo cuando eran bebés.

Mayte cuenta asombrada que, al final, fue su suegra quien le pagó el abogado del divorcio, fue quien miró por sus hijos, para que pudieran estudiar lo que quisieran y no tuvieran preocupaciones.

Aquella abuela, que ahora era recibida con el cariño de dos nietos que se creían abandonados por su padre, colaboraba con su exnuera como no lo habría hecho nunca de estar el desgraciado de su hijo por en medio.

Hubo muchas tardes de infusiones, música y mucha mucha charla para intentar ayudarse a no estar solas nunca más.

Luna Purple.

Si tienes una historia interesante y quieres que Luna Purple te la ponga bonita, mándala a [email protected] o a [email protected]