Seguro que muchas de las madres lectoras os sentís identificadas con esta publicación, porque no creo que la mía sea la única familia a la que este tema le ha tenido al borde del psiquiátrico: por si no fuera suficiente el estrés que nos supone el ritmo propio del día a día en esta sociedad donde solo interesa que produzcamos y la conciliación es una palabra más en el diccionario, los horarios rígidos de los trabajos, de los colegios, las prisas para llegar a todo, las tareas de la casa, las comidas, las compras, las gestiones diarias…

Por si todo esto fuera poco, las familias tenemos otra pesadilla cotidiana que afrontar: los deberes del colegio de nuestros hijos.

 

 

No sé en vuestras casas, pero os puedo asegurar que en la mía esa era una de las cosas que más tensión generaban.  Y esto me cabreaba bastante. Me molestaba ser consciente de que a nuestros niños se les están robando sus infancias: sus mañanas enteras en los colegios ¿y las tardes? ¡a tope de más tareas escolares!.  Tareas que, además, suelen afectar a la familia entera puesto que limitan el tiempo para dedicar a otras actividades… no solo a ellos, ¡sino a todos! porque, además, en las primeras etapas los niños necesitan de la ayuda y supervisión adulta.

Y cuando son más mayores y autónomos y no requieren del acompañamiento adulto, el estrés familiar no disminuye. Solo se transforma al tener que ir detrás de ellos, una y otra vez, exigiéndoles que cumplan con sus “obligaciones”.  Pero obligaciones, ¿por qué?  Si su principal obligación, como niños que son, debería ser jugar y explorar el mundo y así ir aprendiendo de él y estimulándose de forma natural al menos un rato cada día, y precisamente no les queda tiempo para eso…

Sinceramente, cuando pensaba todo esto me llevaban los demonios y me parecía criminal usurpar todos sus primeros años de esta manera.  Sentía que, como familia, se nos estaba quitando nuestro tiempo personal y de ocio de manera totalmente descarada.

 

 

Por aquel entonces, mis hijos iban a una actividad extraescolar cada uno por su propia elección y voluntad.  Les generaban curiosidad, potenciaban sus respectivos intereses y -lo más importante- LES MOTIVABAN A APRENDER.

Pero siempre estaba el agobio extra de los deberes: de distintas asignaturas, trabajitos, redacciones, a parte de estudiar para los respectivos “controles” (algunos de ellos con un temario que me hacían fliparlo porque parecía que más que en Primaria estaban estudiando ya un Máster).

Y si para mis hijos, que teóricamente iban desahogados, esto suponía un infierno, no quiero ni imaginar para esos niños que tienen no solo una sino varias extraescolares o cuyos padres trabajan mañana y tarde y hasta las noches no llegan a sus casas.

¿Cómo lo harán? Me solidarizo hasta el infinito con vosotros, familias.

Realmente me di cuenta de lo harta que estaba durante el confinamiento domiciliario.  Para mí, el peor recuerdo que tengo de esa convivencia extrema es el de las clases y tareas a distancia.  Mis hijos se encontraban alterados, en una situación extraordinaria, encerrados y totalmente fuera de su rutina.  Me costó muchas tensiones sentarlos a enfrentarse a esa clases y deberes.  Y los únicos malos ratos que recuerdo de esa época fueron precisamente esos.

 

 

Es más, fue así no solo en esa etapa sino en todas: las tareas del cole era lo único que realmente ocasionaba malos rollos en nuestra familia.

Y llegó el día en que toqué fondo: la noche en que mi hija se acostó llorando porque no le había dado tiempo a terminar el resumen de un libro que se les había pedido que leyeran. Aclaro que en su tiempo “libre” en casa, la chiquilla no solo lo había leído (dejando de lado sus propios libros que elegía libremente y devoraba por placer) sino que no había dejado de trabajar en las tareas del resto de asignaturas.

Habíamos llegado a casa a las 8 de la tarde (porque por las tardes las familias tenemos también nuestros planes y vidas, por mucho que pueda sorprender en estos tiempos colescéntricos) y esa noche apenas cenaron, angustiados por la pila de tareas que tenían que presentar al día siguiente.

Al final, dada la hora que se hizo les obligué a acostarse.  Y al ver a mi hija en el estado de ansiedad con que lo hizo, tomé una determinación.

Cansada de tantos días de trabajo exhaustivo y de esa carga excesiva para unos niños de menos de diez años, enfadada porque realmente no les quedaba tiempo para jugar libremente, descansar o leer un libro a su elección, me planté.

 

 

Ante sus ojos atónitos saqué sus respectivas agendas y escribí en cada una de ellas una nota a las maestras: “Mis hijos, a partir de ahora, no van a hacer por sistema la tarea en casa, por decisión y responsabilidad mía. Ya dedican todas las mañanas a los estudios. También necesitan tiempo libre cada día para jugar y seguir siendo NIÑOS”.

Ellos estaban flipando en colores, y tenían miedo de las consecuencias de mi acción en el cole.  Así que les tranquilicé y solo les pedí que atendieran en clase y fueran responsables con sus puntos débiles, con lo que necesitasen machacar más para (esos sí) hacer por trabajarlos un poco más y mejor en casa.

Aún temerosos, les terminé de explicar que si los maestros les reñían o llamaban la atención por no entregar los deberes, yo siempre los defendería y dejaría muy claro que la decisión era solamente mía y el por qué de esta, si es que aún les quedaban dudas.

Después de esas primeras reacciones suyas de miedo y de comprobar después que mi actitud era rotunda y calmada, se acabaron durmiendo contentos y tranquilos.  Por la mañana los escuché, con el corazón encogido, hablando entre ellos y llegaron a decirse que “al fin podrían volver a jugar y ser felices”.

 

 

Y como sé que habrá quien se lleve las manos a la cabeza al leer este texto y me acuse de madre irresponsable, también quiero contar qué acabó pasando desde entonces hasta ahora: de pronto, pareció que recuperaron su motivación por aprender y su curiosidad.  A veces, incluso realizaban algunos de los deberes de clase por voluntad propia, pero nunca por obligación.

Empezaron a disfrutar de su tiempo libre y, al mismo tiempo, se hicieron responsables -tal y como les había pedido- de estudiar o trabajar en casa aquellos aspectos que se les hubieran quedado cortos o dudosos solo atendiendo en clase. Volvieron a leer por placer y no por imposición.  .

En cuanto a sus notas y resultados, no solo no empeoraron sino que mejoraron bastante en los dos casos.  Aunque para mí esto era lo menos urgente, al menos a corto plazo, pero lo recalco porque sé que para muchas personas será el único punto a fijarse.

En definitiva, no me arrepiento en absoluto de mi modo de actuar porque las consecuencias solo fueron positivas para ellos y para nuestra relación y convivencia familiar que también mejoró considerablemente y, sobre todo, porque ahora vivimos todos mucho menos estresados.

 

Anónimo

 

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