Cuando no te enamoras de tu hijo nada más nacer

Hay cosas que las madres tenemos «prohibido» vociferar. 

Cuando me quedé embarazada todo el mundo me decía: «Cuando nazca, todo se te pasará», « al ver su cara sabrás qué es el amor verdadero».

Pues no, no lo supe. En mí no fue así. 

Era un bebé muy buscado, yo tengo 30 años y una esclerosis múltiple que me ha dejado muchas escuelas, entre ellas, movilidad reducida. No quería esperar más tiempo, puesto que no sé cómo va a degenerar la enfermedad. 

Me quedé embarazada después de un aborto seis meses antes, eso hizo que, desde el principio, ni siquiera pudiera sentir la ilusión que la noticia conllevaba. Además, que me encontraba como el puñetero culo, todo me dolía, tenía los típicos síntomas de un embarazo mezclados con los de mi enfermedad y no podía tomar nada de medicación. A eso, le sumaba el TERROR a que algo fuera mal, a que de nuevo, lo perdiera. 

No fue hasta el cuarto mes que comencé a tranquilizarme un poco, aunque ahí ya comenzó mi otra batalla eterna: quererme. 

Antes del embarazo mi autoestima estaba en muy buen momento aunque supongo que las hormonas la tumbaron por completo. Apenas tengo fotos de embarazada, odiaba mi cuerpo, no me gustaba la forma que tomaba, y mucho menos, ver la báscula aumentar. La barriga fue una molestia constante, eso de que sentir las patadas es lo más maravilloso del mundo, para mí fue una tocada de narices. 

Era molesto, me dolía y lo único bueno que le sacaba era el hecho de saber que mi bebé estaba ahí, vivito y coleando. 

Los últimos meses fueron un asqueo absoluto. Entre las olas de calor infernal que nos han acompañado y esos movimientos de pequeño demonio que tenía mi hijo, mi único deseo era que terminará dicha tortura. 

Al fin llegó el día. Por mi patología me indujeron el parto, así que… 

¡Más dolor a mis dolores! 

El dolor fue tan intenso que a las 8 horas de comenzar la inducción ya me bajaron a boxes, no dilataba, pero tenía contracciones cada minuto. Cuando al fin se les ocurrió romper la bolsa, aquello dilató como si me hubieran metido un dildo en el culo de golpe. 

Pero seguía doliendo, porque ¿cómo va a salir algo según lo planeado? 

Ni plan de parto ni hostias en vinagre. Por supuesto quería la epidural. 

Tres veces me pusieron el catéter, pinchando unas 10 y aunque metían la dosis, no hacía efecto alguno. Ahí yo ya me moría de dolor. Las matronas preguntaban en qué podían ayudarme, y yo, cuál dramática de película americana pedía entre contracción y contracción que me sacaran a la bestia de dentro. 

Por suerte, salió rápido. Fue salvaje, brutal, jamás en la vida había gritado tanto como durante el parto y os aseguro que mi tolerancia al dolor es tremendamente alta. Y cuando al fin nació y sus lloros llenaron el paritorio, NO SENTÍ NADA. 

El padre de la criatura llorando. 

Yo exhausta. 

El bebé llorando. 

Lo ponen sobre mi pecho, lo miro y… 

¿Creéis que pensé en lo maravilloso que era? 

Pues no. 

Mi único pensamiento era:

¿Qué hace esto aquí? 

Así, tal cual. 

Era como si mi mente no quisiera admitir que, esa bola de más de 3 kilos, llorona desde el minuto 0, fuera mía. 

Ese día y medio en el hospital aún no era consciente, sin embargo, conforme pasaban las horas y ya una vez en casa, lo sentí. 

Me enamoré de ese ser que había salido de mí con tanto dolor, de sus manos, su carita y su pequeño cuerpo tan delicado que el solo hecho de cogerlo me parecía misión imposible. 

Han pasado ya casi cuatro meses desde aquel instante. Por un momento creí que no estaba hecha para ser madre, pero día a día veo que sí y amo a esa cosita más que a nada en el mundo. 

Puede que tú también te sientas como yo, ¿pero sabes una cosa? No eres la única. 

No tengas miedo a no enamorarte a primera vista, pues a lo mejor para ti las cosas se cuecen a fuego lento y eso no significa que hayas hecho mal, o vayas a cagarla. 

No todo es inmediato en la vida, y nuestra mente también necesita su proceso para hacerse a la idea de lo que se le viene encima.

 

Melanie Alexander