Cuando era adolescente pasé por una etapa de bullying que marcaría para siempre mi manera de ser y relacionarme con la gente. Hoy en día, veo aquella etapa como un tránsito más, como un pequeño escalón que forma parte de la larga escalera que ha ido configurando mi manera de ser actual. Pese a que como persona adulta puedo abstraerme de los recuerdos de una forma más o menos objetiva, hay veces en los que estos regresan a mí en forma de bofetadas. Y de nuevo escucho las burlas de los demás, la gente riéndose de mí gordura o mi vello de más en la cara.

Aquel periodo transcurrió durante mi primer año de instituto. Como toda niña que deja atrás la escuela para adentrarse en una nueva etapa educativa y personal, estaba nerviosa y expectante. Aunque al largo de mi vida ya había pasado por situaciones similares antes (nos habíamos cambiado tantas veces de ciudad que a esas alturas ya tenía que haberme convertido en toda una experta), ese cambio me asustaba. Me asustaba porque ya entonces era vergonzosa e introvertida, y porque ir al insti significaba renunciar una vez más a la zona de confort que había tejido a mi alrededor durante el último año.

Pese a ello, empecé las clases con ganas. Me había propuesto sacar buenas notas, y lo conseguí, siendo la mejor de mi clase. También logré integrarme enseguida con un grupo de chicas, que pese a no quedar fuera de clase, conseguían que mis mañanas fueran más llevaderas.

El bulling llegó semanas más tarde, a medida que cada persona encontraba su rol dentro del grupo que configuraba nuestra clase. Populares, pasotas, frikis, invisibles, empollones y gamberros, a mí me tocó ser el saco de boxeo de este último grupo, que sin ganas de estudiar ni atender en clase, me convirtieron en uno de sus pasatiempos favoritos.  Durante casi dos cursos tuve que aguantar agresiones verbales de todo tipo, algunos de ellos por mi gordura, otros por mi vello facial que encima al ser muy blanca, era aún más evidente, muchos otros por ser la prefe de los profes y la chica que ponían de ejemplo cuando ellos decidían boicotear alguna clase (que conste que no soy partidaria de los favoritismos y mucho menos en vox populi, ¿aún no se han dado cuenta de que generan reacciones perjudiciales para los alabados? ).

Llevaba la situación todo lo bien que podía, pero cuando a la hora del patio alguno de esos imbéciles se me acercaba para picarme y hacerme llorar, la humillación era completa. Además, como suele pasar en esas situaciones, mis compañeras de clase y amigas, no me defendieron ni una sola vez, supongo que temerosas de convertirse ellas también en el blanco de sus burlas.

Visto en perspectiva, reconozco que en aquella época era una niña bastante poco agraciada. Una Betty la fea en adolescente. Era gorda, vestía mal, llevaba unas gafas de pasta horteras de la muerte y no sabía cómo arreglarme. Mi madre no era un ejemplo a seguir y yo no tenía muchos modelos a mi alrededor que me ayudaran a ello. Incluso cuando conseguí ir a la esteticista para que me depilara el  bigote, ésta se negó en rotundo aludiendo que era demasiado joven. Aún le «agradezco» que alargara la tortura durante unos meses más.

Creo que aún hoy no puedo explicar con palabras lo que sentía en aquella época. Supongo que era una mezcla de prepotencia e inmovilismo. Por un lado, quería gritar, huir, encerrarme en casa bajo la almohada para no tener que ir a clase y soportar aquella situación. Por la otra, no sabía muy bien qué hacer para revertir lo que ocurría. Acababa de entrar en la pubertad, era demasiado joven para saber qué hacer o a quién acudir.

Por casualidad, por suerte o por divina providencia, tuvimos que marcharnos de aquella ciudad a mitades de segundo curso. Mi padre encontró un trabajo mejor lejos de allí, y nos mudamos de nuevo. Creo que nunca me había tomado tan bien una mudanza como me tomé aquella. Tenía tantas ganas de marcharme y empezar de nuevo.

Recuerdo que durante la última semana nos hicieron escribir una redacción libre, y yo, ni corta ni perezosa, escribí una carta a mis compañeros explicando todo lo que me habían hecho sentir. Era mi venganza personal, mi bofetada a la cara. Y funcionó. Cuando leí aquél relato en alto, todos callaron. Ni una burla. Ni una interrupción. Solo silencio. Al acabar, durante unos segundos la clase se quedó muda, incluso el profesor se quedó sin saber que decir. Había desnudado mi alma, pero me daba igual, sabía que me iría y que no los volvería a ver, ¿qué podía perder? Poco a poco, empezaron a aplaudirme, y al acabar la clase, incluso algunos se acercaron a felicitarme.  Aquellos últimos días, nadie volvió a meterse conmigo, aún no sé si por lastima, compasión o vergüenza. Sinceramente: me da igual.

El tiempo pasa y las heridas se curan, pero siempre quedan cicatrices. Aquella época fue una putada enorme, colosal, y aunque no piense en ello, sé que esa vivencia forma parte de mi yo de hoy. Después de aquello, vinieron épocas mejores, con algunos altibajos. Porque hay algo que nos pasa a las chicas que, como yo, hemos sufrido bullying por nuestro aspecto, y es que, por mucho que cambiemos y nos esforcemos por estar guapas, nunca lo conseguimos. Porque la sombra del pasado sobrevuela nuestro reflejo en el espejo cuando nos miramos, porque los insultos e improperios se quedan clavados en nuestro subconsciente como si alguien hubiera decidido anclarlos allí con superglú.

Autora: Gemma Pla