¿Cuánto espacio necesita una persona para perderse? ¿Durante cuánto tiempo puede permanecer perdida? Si no es consciente de haberse perdido, ¿cómo podrá encontrarse?

Cuando era pequeña veía con mi familia el programa de Paco Lobatón, que se dedicaba a buscar gente desaparecida. Familiares angustiados acudían a la televisión con fotos de sus seres queridos desaparecidos, con la esperanza de que alguien aportase pistas sobre su paradero. En no pocas ocasiones, llamaba gente de otro punto del país, diciendo que esa persona estaba en su localidad, llevando una vida completamente normal. Aquello me fascinaba, a pesar de mi corta edad, ¿qué puede llevar a una persona a abandonar todo lo que conoce y posee, a su familia, hasta su documentación, y empezar una nueva vida desde cero? Hubo un punto, no hace mucho tiempo, en que llegué a entenderlos. Porque me asfixiaba dentro de mi propia vida y sólo pensaba en desaparecer y descansar.

Hay ocasiones en que nos perdemos dentro de nuestra propia vida, perdemos nuestra identidad. En el caso de la mayoría de las mujeres llega, evidentemente, con la maternidad. Automáticamente, dejamos de ser personas y mujeres para convertirnos exclusivamente en madres. De un lado, esto nace de nuestro primitivo instinto mamífero de proteger a la cría, pero también por presión social: una mujer no es buena madre si no equipara el rol de la maternidad al del martirio y todas y cada una de nosotras nos vemos repitiendo frases como “Todo por ellos”, o “Los hijos son lo primero”.

El problema es que empezamos poniéndolos a ellos lo primero y acabamos siendo lo último, por detrás de hijos, marido, trabajo, amigos y del montón de ropa para planchar. Todo y todos están antes que nosotras, porque pensar de otro modo sería egoísta. O así nos lo han hecho creer.

Es cierto que nuestros hijos llegan desprotegidos y con unas necesidades que debemos cubrir, ya que no son capaces de satisfacer por sí mismos. Pero, ¿por qué prolongamos esa protección sobre personas que puede valerse perfectamente por sí mismas? María Montessori, mujer admirable donde las haya y cuyo proyecto pedagógico me encanta, decía “Los padres estamos para hacer sólo aquello que los niños no pueden hacer por sí mismos”. Este modelo educativo cría hijos responsables, autónomos y felices. Y, si lo aplicásemos, tendríamos más tiempo y más vida para nosotras mismas.

No sólo hacemos cosas que podrían hacer nuestros hijos, sino que acabamos asumiendo de forma casi absoluta la responsabilidad del otro progenitor. Unas veces porque el padre no se implica demasiado y otras porque no lo hace como nosotras consideramos que debe hacerlo.

Hay una frase que repito con frecuencia en mis sesiones de coaching “Cuando te dedicas a los asuntos de los demás, dejas de ocuparte de los tuyos” y no hay mujer con hijos que llegue hasta mí con la que no haya que trabajar este aspecto. Así que, es importante tomar conciencia de todo cuanto has perdido por el camino y de lo innecesario de ese esfuerzo.

Piensa en esas cosas que hacías antes de tener a los niños: las cenas románticas con tu pareja, las noches de juerga con los amigos, ir a depilarte sin mirar el reloj para que no se te pase la hora de salida del cole, ir al gimnasio sin el cargo de conciencia de restarle tiempo a ellos, tiempo a solas para leer tranquila, sexo del de verdad…

Nos mentimos a nosotras mismas diciéndonos que podemos vivir sin todo eso. No, no es cierto, lo más que logramos es sobrevivir. Y todas esas necesidades no satisfechas, que son necesidades y no caprichos, no te quepa duda, las cubrimos de otro modo: con comida, generalmente. Y luego nos sorprende la de kilos que hemos ganado desde la maternidad. “Es que el cuerpo ya no es el mismo después de un embarazo” Y en parte es cierto, pero hay mujeres que recuperan su figura, mientras para otras crece nuestro peso del mismo modo que crecen nuestros hijos.

La comida es un ansiolítico, un sucedáneo con el que parcheamos nuestro abandono para seguir tirando. Piensa qué es lo que de verdad te falta: Tiempo, risas, compañía, entretenimiento, nuevas emociones o un buen polvo. Y regálatelo. Con generosidad, sin reproches y sin culpa. Porque tienes derecho a ello,  seas madre o no, por el simple hecho de existir. Y que nadie te haga creer lo contrario.

Autor: Yolanda Cambra