Llevo escuchando la misma pregunta desde que tengo uso de razón: «y tú, ¿por qué no sales en las fotos?»

Yo siempre he contestado: «porque lo que se me da bien es estar detrás»

Valiente mentirosa estaba hecha.

Y no, no lo digo precisamente porque lo de hacer fotos no sea la mio, sino porque a día de hoy, soy capaz de reconocer que me horrorizaba ver reflejado en un papel o en una pantalla en qué me había construido. Esa era la verdad.

Decía mi abuela que las comparaciones son odiosas y no podía tener más razón. El hecho de salir en una foto era una forma perfecta para compararme con mis amigas, de ver lo delgadas que estaban ellas y lo gorda que estaba yo. De lo guapas que eran ellas y de lo horrorosa que era yo. De lo bien que vestían ellas y lo desastrosa que iba yo. Y ya se sabe como somos algunas, que nos comemos al cochino antes de matarlo, así que rauda y veloz, corría y me ofrecía para hacer la foto yo. Iba a tener razón mi abuela con sus dichos: ojos que no ven, corazón que no siente. «No os preocupéis, que no me importa de verdad», decía yo. Y todas asentían y sonreían. Y yo me quedaba en silencio y pensaba: «ojalá fuese como ellas; ojalá yo ahí»

Todo este mecanismo me funcionaba a la perfección. Me gustaba hacer fotos y a mis amigas posar. Nada podía salir mal. Estaba en mi zona de confort.

Pero sí salió mal. Me cansé de guardar recuerdos de los demás. Me cansé de tener fotos sola en las que nadie me pudiera comparar con algo. Selfies con el ángulo perfecto que disimulara mi papada, fotos de cintura para arriba en las que nadie pudiera adivinar que mi culo no es precisamente proporcionado. Picados y nada de planos angulosos que magnificaran mi cuerpo más aún.

Adivinad quién soy yo… ¬¬

Me cansé de ser la última de la fila. Me cansé de estar detrás, de pedir perdón con la mirada por sobrar en ese encuadre. Me cansé de fotos de edificios en todos mis viajes. Me cansé de robarle un pedacito de vida a los demás porque no tenía cojones a vivir la mía. 

Me cansé de no participar y solamente observar. Y ahí está la jodida clave. Vivir.

A día de hoy no ardo en deseos de ponerme en medio en una foto de grupo, ni tampoco en primera fila. Prefiero hacer los selfies grupales yo, no os voy a negar. Y además, sigo disfrutando como el primer día cuando alguien se expone por primera, cuarta o decimoquinta vez a mi objetivo.

Pero ya no me da miedo, no me escondo. Ahora me río, poso con las modelos y me despeloto si hace falta. Porque no, quizá no tenga el cuerpo perfecto, quizá mis líneas no sean tan angulosas como me gustaría, quizá ocupe el doble de espacio en una foto grupal o me tenga que agachar si queremos salir todas las amigas juntas. Pero quiero estar ahí.

No se ha acabado el mundo por enseñar barriga y papadón. Foto: Martina Matencio
No se ha acabado el mundo por enseñar barriga y papadón. Foto: Martina Matencio

Quiero poder recordar como me reía aquella noche que acabamos bañándonos en la fuente del pueblo, quiero recordar como se nos quedó la barriga llena de puntitos después de quedarnos dormidas en la arena a las cuatro de la tarde ese verano; quiero reírme de la primera mascarilla casera que nos hicimos mi compi de piso y yo y quiero recordar que estaba viva, que era feliz y que no tenía miedo. Que esa era yo, que mis hoyuelos, mis estrías y mi celulitis compartían espacio con mis labios a punto de gritar y con mis ojos achinados de tanto reír.

Así que tú, que te pones las manos delante de la tripa para que no se te vean los michelines, o tú, que te escondes detrás de todas tus amigas o giras la cara para marcar mandíbula, deja de esconderte porque tienes algo muy bonito que decirle al mundo.

Grítale que estás aquí, que no tienes razones para esconderte y que eres jodidamente preciosa.

Foto de portada: Unsplash