¿Cuántas veces mi placer dejó de ser mío, lo vendí creyendo que dicho sacrificio iba a valer la pena, resté valor a lo que yo podía sentir en la cama por creer que había algo más satisfactorio por lo que valía la pena renunciar al placer?

Algo te hace hacer “click”. Quizá sean los años. Quizá, la madurez (no necesariamente ligada al punto anterior). Es posible que sea también esa larga lista de decepciones. O peor, ese “click” eres tú mirándote al espejo y preguntándote por qué lo has vuelto a hacer, por qué has vuelto a caer, qué has ganado con ello. Cada renuncia a nuestro placer sexual es un pedacito de nuestro amor propio volando lejos de nosotras con la ligereza de una pluma.

Tampoco debemos fustigarnos. Todas nosotras hemos sido jóvenes, inexpertas en el sexo y en la vida. Tu revolución hormonal te empuja a iniciarte en tu vida sexual. Y lo haces sin la suficiente educación, ya no solamente en la prevención de ETS y embarazos no deseados, sino también en saber que no toda experiencia va a merecer la pena.

¿Quién no ha sido adolescente y ha aspirado a liarse con el guapo del grupo? ¿Por qué? Pues porque era el guapo. Y guapo nos significaba ser el mejor candidato, el mejor amante, el que iba a convertirse en nuestro príncipe. Y además tú querías ese momento de atención por parte del grupo. Ser “la que está con Mister Guapo”. Porque en la adolescencia, la popularidad, ser alguien, tiene un enorme peso. Y oye, la vida te regala al príncipe. Te sale un sapo y te decepcionas. Recibes el guantazo de saber que guapo no significa más que eso, pero tampoco aprendes la lección. También está la opción de no tener opciones con el chico guapo. En ese caso, caes en la trampa de machacarte con la absurda idea de que, sexualmente hablando, eres poco menos que un orco y que no te vas a comer una rosca en tu vida.

Decía anteriormente que no se aprende la lección. Y lo digo porque demasiadas veces he visto la siguiente escena. Grupo de chicos y chicas salen de fiesta. Ya no son tan jóvenes, pero siguen con las hormonas montándose un festival. Un chico y una chica dan el paso y se lían en la discoteca, pistoletazo de salida para que se vayan uniendo más parejas. Al poco rato, un chico y una chica, los cuales no se desean, deciden liarse también. ¿Por placer? No, por no quedarse atrás, por no ser el tonto o la mojigata. Porque si, al día siguiente, todo el mundo va a darse golpecitos en el codo y a recibir comentarios entre risitas, tú también quieres.

Te vas haciendo mayor y la presión social que recibes es distinta. Es posible que hayas sobrevivido estoicamente a la revolución hormonal anterior. De hecho, has sobrevivido demasiado bien. Oye, que a ver si te lanzas de una vez… A tu edad, ¿no te da vergüenza seguir siendo virgen? Nadie de tu círculo se ha quedado sin probarlo. Te van a señalar por rara. Así que te lanzas. No sabes si estás preparada, si el chico de turno te gusta realmente, si sabes todo lo que hay que saber… Pero cualquier cosa es mejor que ser el perro verde entre tus amistades. El resultado es una primera vez decepcionante donde el placer ni estaba ni se le esperaba.

Hay otro tipo de presión, digamos. Impera más entre hombres que entre mujeres, creo yo. ¿Nos sabemos la historia de que un chico, para ser un triunfador, necesita tirarse a muchas chicas, verdad? ¿De verdad nos creemos que eso es sinónimo de éxito? ¿Eso es sinónimo de placer? A veces también nos pasa a las chicas. Quieres ser esa mujer fuerte, independiente, que pisotea con firmeza las falsas creencias sobre cómo es un hombre y cómo es una mujer. Tú quiere ser una mujer empoderada, triunfadora, que se pase por la piedra todo lo que pueda y un poquito más. Error, baby. Está muy bien que intentes ser la nueva Samantha Jones de tu pueblo, pero ¿acaso Samantha Jones disfrutó de todos y cada uno de los hombres con los que compartió cama? Calidad, no cantidad, amiga. Por experiencia te lo digo. Yo la primera en decir “mira, qué grande soy, me estoy liando con tres a la vez”. Pues, como amantes, te digo que se salvaba uno.

Cabe la posibilidad de que no te haya ocurrido nada de lo anterior. Has tenido tu primera relación sexual con un chico estupendo, no te has visto en la necesidad de ser la comidilla de tus amigas, has sabido decir “no” a lo que no te apetecía. Pues mira, chica, bravo. Pero ahora te planteo una situación nueva. Vamos a pensar en esa relación tan estupenda que tienes con tu chico. Te quiere, le quieres. Todo idílico, oye. Hasta que las cosas en la cama se empiezan a torcer. Esos orgasmos del principio han desaparecido. ¿Lo dices? No, amiga, te callas y dudas. Porque le quieres, no quieres hacerle daño, no quieres acabar con tu vida amorosa color rosa. Y, una vez más, en nombre del amor, renuncias a tu placer.

Adolescencia, presión del grupo, falsas creencias sobre la sexualidad, necesidad de comunicación en la pareja… Son solamente algunos ejemplos de renuncias a tu placer. Le has “vendido” tu placer a ese instituto que tenía que catapultarte a la fama. Se lo has “vendido” a esas amistades que no tienen nada mejor que hacer que hablar de sus hazañas. Se lo “vendes” a una sociedad que decide por ti lo que está bien y lo que no. Y, por amor, le “vendes” tu placer a una pareja o a un follamigo que cree estar haciéndolo bien, que incluso puede estar disfrutando cada polvo, mientras tú estás al lado esperando a que se duerma para irte con el satisfyer al baño.

Siento que este texto no tenga una respuesta concreta. Más allá de lo que nos lleva a hacer la inmadurez y el desconocimiento, no podría decir por qué estamos renunciando a nuestro placer. Solo sé que no lo quiero para mí. No más. No de aquí en adelante. Recuperar el placer vendido también es quererme más a mi misma.

@mia__sekhmet