Había estado yendo a clase de yoga ya durante unos meses. Mi vida estaba siendo un desastre, súper estresante, y necesitaba algo que me obligase a relajarme y sentir que al menos estaba intentando cuidarme. La clase me encantaba: salía llena de energía pero relajada y sientiéndome agusto conmigo misma. Había hecho un par de amigas con las que algunos días me quedaba a tomar algo después de la clase. Uno de los temas recurrentes era el rollo que, estábamos seguras, tenían nuestra profe de yoga y el entrenador personal que venía con su cliente siempre a la hora de nuestra clase. Veíamos las miraditas cuando él cruzaba por delante de nuestra clase, cuando solo les separaba el cristal que hacía de pared y sus labores como empleados del gimnasio. Veíamos también cómo él se quedaba esperando al lado de las taquillas cuando todas empezábamos a desfilar por el pasillo para ducharnos y marcharnos a casa. Nuestra clase era la última del día, así que empezábamos a desvariar con que si iban a casa del uno o del otro, que si cenarían antes o se pondrían directamente al lío, que si los vecinos les escucharían…

Se notaba, sin embargo, que lo intentaban llevar en secreto. Suponíamos que el gimnasio no permitía las relaciones amorosas entre el personal. No obstante pensábamos que solo sería cuestión de tiempo que les pillaran porque si lo podíamos ver hasta nosotras, que solo pasábamos en el gimnasio la hora de clase, ¿quién no lo habría notado ya?

Un día de esos en los que bajábamos a tomar algo, me di cuenta al ir a entrar al bar que me había dejado la chaqueta en el vestidor y dejé a mis amigas en el local mientras iba rápidamente a por ella antes de que cerrara el gimnasio. Al ir hacia los vestuarios, crucé por delante de nuestra clase y por el rabillo del ojo vi movimiento. Miré hacia el interior. Se veían dos cuerpos en el otro extremo de la habitación, pegados y contra la pared. Claramente, pensaban que estaban a solas. Él ya estaba sin camiseta, mientras que ella conservaba el sujetador deportivo. Se estaban besando apasionadamente en la esquina, él aprisionándola contra la pared, ella feliz de estar ahí. Las manos de ella acariciaban la espalda del hombre al completo, bajando hasta las nalgas y apretándole contra ella. Las de él se perdían en la coleta de ella, ya medio deshecha.

Ella subió las piernas por encima de la cintura de él, y se agarró a su cuello. Él, claramente excitado, bajó las manos hasta sus pechos, dónde empezó a masajear sus pezones a través del sujetador.

Ella echó la cabeza hacia atrás y gimió. El sujetador desapareció rápidamente, dejando sus pechos al aire, libres para cuando el bajó la cabeza y empezó a lamerlos. Se separaron de la pared y ella le empujó sobre una de las esterillas de yoga. Le agarró los brazos contra el suelo, mientras su pelvis le presionaba las caderas, inmovilizándole. Ahora que estaba en su poder, ella le tentaba, paseando sus pezones por sus labios, lo suficientemente cerca como para rozar, pero sin dejarle chupar. Finalmente, él se cansó y con un impulso los giró a los dos. En cuanto estuvo encima se zambulló entre sus pechos, juntándolos con las manos y metiéndose los dos pezones en la boca a la vez.

 

Empezó a bajar por sus abdominales, con besos y lametazos, mordiscos a la altura de la pelvis y le abrió las piernas. Él se elevó y la miró a los ojos mientras le bajaba las mayas, que ya tenían una mancha de humedad entre las piernas. Apartó el tanga hacia un lado y se mordió los labios con deseo. Lentamente, manteniéndole la mirada, fue bajando hasta su sexo. Empezó besando los labios suavemente, y ella inspiró fuerte. Sacó la punta de la lengua y recorrió el borde del orificio caliente en el que deseaba adentrarse. Ella gimió y arqueó la espalda. Los labios de él se ciñeron alrededor del clítoris y con su lengua empezó a trazar círculos suaves, mientras le abría a ella las piernas aun más. Sus caderas empezaron a moverse y sus manos fueron hacia sus pechos, dónde comenzó a pellizcarse los pezones. Con una mano él abrió los labios aun más, para tener mejor acceso a todo aquello que deseaba lamer, mientras con la otra se deshizo el nudo del chándal y alcanzó su miembro erecto.

Le dio varios lamidos al ritmo que masturbaba su pene. Ella le vio y quiso levantarse, pero él le puso una mano en el pecho para impedírselo mientras la miraba con ojos traviesos. Después, bajó la mano recorriendo el contorno de su cuerpo, hasta que pudo meter los dedos dentro de ella. Entonces ella agarró su cabeza y apretó mientras gemía más agudo. Él siguió metiendo y sacando sus dedos al ritmo al que masajeaba su pene.

Él, sabiendo que si no paraba ella iba a llegar de un momento a otro, le agarró de las caderas y la giró. Le indicó que se inclinase, para que su sexo estuviese a fácil alcance para él desde detrás, y comenzó a acariciarle el clítoris mientras seguía penetrándola con sus dedos. Ella ya no aguantaba más así que con una mano alcanzó su pene, rojo y ávido de calor, y echándose para atrás lo metió en su interior a la vez que echaba la cabeza hacia atrás.

Él cerró los ojos y gimió. En las décimas de segundo que logró estar parado, dentro de ella, le agarró de las nalgas con ansia, intentando abarcar toda su carne con las dos manos. Pero ella comenzó a moverse y él perdió la concentración. Le agarró de las caderas para poder coger más impulso y penetrarla al máximo, mientras ella se tocaba, voraz de placer. Al cabo de unos momentos, ella se inclinó hacia delante, se giró y rápidamente le empujó de nuevo al suelo. Se montó sobre él y rápidamente retomó el vaivén. Él le seguía el ritmo subiendo y bajando las caderas para lograr la penetración máxima. Ella se seguía tocando, mientras él le agarraba del culo y le acariciaba las caderas. Se devoraban con la mirada, hasta que ella echó la cabeza hacia atrás y con dos embistes más llegó con un grito. Al oírla, él salió rápidamente para poder llegar sin mancharla. Quedaron los dos tumbados al lado el uno del otro, mirándose y sonriendo, cómplices.

Solo entonces me di cuenta de que estaba espiando a dos personas en uno de sus momentos más íntimos, y con la cara roja de vergüenza me fui del gimansio, sin acordarme de coger mi chaqueta.

 

Laura