¿Qué os puedo contar de la ansiedad? Pues de entrada, que es una mierda inmensa. En mi caso, me amargó la vida hasta tal punto llegando a caer tan profundo que perdí por completo la noción del espacio/tiempo. Era joven, vivía esa etapa vital en la que todo es disfrutar y tener las responsabilidades justas. Pero en ocasiones la realidad da pequeños reveses que, si no sabemos cómo afrontar, pueden cambiarnos por completo.

Mi revés llegó teniendo yo 19 años recién cumplidos. Mi abuela, ese ser en el que me veía reflejada día a día, con la que pasaba más horas a lo largo de la semana, empezó a encontrarse mal. Ese malestar fue a más y un buen día llegué de la universidad para ver a mi madre sentada mirando fijamente un vaso de agua en la cocina. Cáncer y todo lo que ello conllevaba, cáncer con metástasis, un cáncer ya incurable.

Fueron tan solo tres meses los que tardó esa maldita enfermedad en llevarse a mi soporte en vida. ¿Y sabéis qué fue lo que yo hice durante todo ese tiempo? Nada. Actuar como si allí no estuviera ocurriendo absolutamente nada. Fingir esa felicidad que yo siempre había derrochado y comportarme con mi abuela y el resto de los míos como si la palabra cáncer jamás hubiese existido. Quizás lo peor no fuera mi actitud sino que llegado el día en el que mi abuela falleció derroché unas lágrimas pero no sentí ese dolor intenso que podía leer en la mirada del resto de mi familia. La eché de menos mucho, muchísimo, pero al final siempre regresaba a mis cosas y mis preocupaciones menores dejando a un lado aquella tragedia.

Claro que a partir de entonces las cosas se pusieron bastante peor. Empecé a salir y a beber mucho más de lo que debería. A dejar a un lado los estudios y a dedicarme por entero a planear fines de semana de desfase a tope. A engañarme al fin y al cabo ya que para mí aquel frenético ritmo de vida era como mi mayor normalidad.

No os voy a mentir, lo disfruté muchísimo, pero también llegó el día en el que de pronto me di cuenta de que la madurez se me echaba encima y que yo era una maldita paria llena de prejuicios, de ansiedad, de miedos… En el momento que quise lanzarme al mercado laboral y sentar un poco la cabeza exploté. Ningún trabajo me duraba más de un mes, todo para mí eran terrores a cometer algún error por pequeño que fuera. La vida me seguía dando oportunidades y yo las golpeaba con fuerza hacia el exterior.

ansiedad

Una noche me vi frente al espejo, casi 30 años, mi cuenta en números rojos y todos los que me rodeaban disfrutando de su éxito y de sus vidas plenas y felices. Había sufrido ya numerosos ataques de ansiedad pensando en errores del pasado que podían volver en forma de fantasmas para atormentarme. Lloré, puede que esas lágrimas fuesen en parte algunas de las que me había reservado en el entierro de mi abuela. Sucumbí a toda la tormenta y rogué ayuda de cualquier tipo. Aunque claro, me llegó en forma de consulta en la mejor psicóloga de la ciudad.

Mis sesiones con Marta eran casi un regalo. Ella sabía escucharme y decirme todo aquello que yo podía esperar, o que directamente yo tenía que oír de una vez por todas. Ejercicios para controlar el pánico, respiraciones que me ayudaban a evadirme un poco del miedo. Pero sobre todo lo que Marta me daba era una paz que mi interior necesitaba.

Llevaba ya unos meses en terapia y como cada martes me acerqué a la consulta. Aquella tarde la sala de espera no estaba vacía, como era lo habitual. Sentado en una esquina había un chico, muy serio, que ojeaba una revista con un desinterés más que evidente. Al entrar saludé casi susurrando. Él me miró y para mi sorpresa su gesto serio se volvió sonriente y muy cordial. Ojeé mi móvil unos segundos hasta que unas palabras rompieron el silencio de aquella pequeña sala.

No sé si debo hablar o no, pero estoy algo nervioso y descolocado…

Levanté la mirada del teléfono y vi cómo temblaban las piernas de aquel chico. Estaba claro que algo no iba bien.

No te preocupes, Marta es excelente en su trabajo.

Volví a sonreír intentando que aquel hombre delgado encontrase un poco de alivio en mis palabras. Él me devolvió el gesto y comenzó también a revisar la pantalla de su teléfono móvil. Unos minutos después Marta lo llamó por su nombre y aprovechó para informarme de que no tardarían demasiado.

Aquel fue mi primer y breve encuentro con Bruno. El primero de muchos.

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La situación era curiosa ya que Bruno y yo coincidíamos cada semana a la misma hora en el mismo lugar, pero apenas sabíamos nada el uno del otro. A él se le notaba que según pasaban los días procuraba un pequeño acercamiento aunque solo fuese por cordialidad. Mi espíritu pícaro me hacía disfrutar de aquellos intentos. Habían pasado ya casi tres meses y en todo ese tiempo se notaba un claro avance por parte de aquel hombre.

Por supuesto yo no conocía los motivos que le llevaban a la consulta de Marta, pero sí era cierto que ese chico nervioso y descolocado de aquella primera tarde fue desapareciendo. Incluso se le notaba caminar más erguido, con paso mucho más firme. Por ética jamás se me hubiera ocurrido preguntarle qué era lo que le pasaba por la cabeza, aunque tampoco me esperaba que fuese él el que un buen día se lanzase de lleno a la piscina.

Sara, yo no sé qué es lo que te pasa para que vengas a esta consulta todas las semanas, pero sea lo que sea puedo asegurarte que se te ve una chica fuerte y con mucho por delante.

Nos habíamos pasado unos minutos hablando sobre trivialidades y en una de esas Bruno me había preguntado a qué me dedicaba. Si bien era cierto que esa era mi pregunta del millón, había tocado hueso y yo le había respondido que en parte mi vida tenía muy poco sentido por culpa de esa pregunta. Después de una disculpa sincera había terminado con aquella frase que yo no sabía muy bien cómo interpretar.

No lo soy y por eso estoy aquí. Porque soy débil y no sé afrontar la vida.

Se hizo el silencio. Bruno se mordió los labios en un evidente gesto de culpabilidad. Yo esbocé una sonrisa de comprensión y así esperamos a que Marta volviese una vez más.

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Aquel martes diluviaba. No llovía, era lo siguiente. Llegué a la consulta y para mi sorpresa y decepción (por qué no decirlo), la sala estaba completamente vacía. Al cabo de un rato escuché la puerta del despacho de Marta abrirse, y de allí salieron ella y Bruno. Un Bruno desconocido, alicaído y al que se le notaba en los ojos el haber estado llorando. Me dio un vuelco el corazón y como con un impulso totalmente incorrecto, lo sé, salté de la silla para acercarme a él.

Déjalo Sara, está bien, hay días buenos y otros que no lo son tanto. Pero trabajaremos en ello ¿verdad, Bruno?

Él se irguió del todo y tomó aire de una manera muy ruda. Asintió y con esa media sonrisa que siempre me regalaba me dio las gracias por preocuparme. Entonces fue mi turno con Marta.

depresión

Sara, háblame de Bruno, por favor.‘ Así empezó aquella sesión, desconcertándome del todo.

Comencé a hablar y Marta aprovechó mis palabras para tirar de un pequeño hilo que a lo largo de la terapia se fue convirtiendo en un ovillo gigante. De pronto le estaba diciendo que a pesar de no conocerlo en absoluto, sin ni siquiera saber qué era lo que ocurría, el vernos cada martes durante tanto tiempo me había unido de alguna manera a él. Marta no añadió nada, solo me pidió que pensase bien las cosas antes de hacerlas. Volví a mi casa sin dejar de pensar en aquel Bruno apesadumbrado y triste.

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Siete días después algo me hizo acercarme a la consulta antes de lo habitual. Al llegar Bruno no estaba en su silla de cada martes, la sala volvía a estar vacía. Me angustié pensando en que quizás había vuelto a recaer y que estaría ya en terapia con Marta pero para mi sorpresa tan solo unos segundos después la ayudante del gabinete lo invitó a esperar a mi lado.

Aunque no te lo creas me alegro muchísimo de verte tan bien…‘ Soné feliz, soné tranquila y aliviada, soné sincera, eso seguro.

Vaya, pues muchas gracias Sara, la verdad es que estoy mucho mejor. ¿Tú cómo te encuentras?

De repente esos dos desconocidos que compartían semanalmente unos minutos de espera se abrieron como por arte de magia. Perdimos por completo la noción del tiempo y sin darnos cuenta los dos nos sinceramos puede que más de lo que deberíamos.

Bruno había pasado una racha horrible con su familia, un bajón que a sus 34 le había llevabo a una depresión que él nunca había querido tratarse. A su alrededor nadie entendía como un hombre de éxito, con un trabajo estable y una vida por delante, podía caer en una enfermedad psicológica. Era como si la muerte de dos familiares jóvenes no le pudiera afectar porque al tener dinero, ¿qué más da todo, no?

Los dos nos escuchamos con tantas ganas que para cuando nos dimos cuenta llevábamos allí más de una hora de charla. Entonces Marta se acercó a la sala.

¿Y yo ahora qué hago con vosotros?

En seguida nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. Ambos habíamos sobrepasado esa línea que nunca se debe saltar en una consulta de psicología, la de implicarnos entre nosotros en exceso. Aquella tarde ninguno de los dos tuvimos terapia, en su lugar, Marta nos animó a salir a la calle y recapacitar, pensarlo todo un poco. Y creo que en parte así lo hicimos. Bruno y yo nos plantamos juntos en medio del gentío y sin saber muy bien cómo actuar esperamos que alguno diera el paso.

Te invito a un café.‘ Fue la propuesta de Bruno, que yo acepté sin ningún ápice de duda.

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Conocer tan a fondo a Bruno me hizo comprender que los dos éramos iguales pero a la vez muy distintos. Él siempre había sido ese chico ejemplar que cualquier madre quiere como hijo. Desde bien joven, un chaval responsable y con un claro objetivo: triunfar. Había estudiado dos carreras y un máster y con tan solo 29 años había creado una empresa de marketing que funcionaba como un reloj. A mi lado todo ese éxito sonaba prácticamente a chiste. Pero casi lo mejor de aquel chico era que aunque me escuchaba hablar de desfases, de pérdida de la vocación, de miedos… no me juzgaba en absoluto.

No creo que seas una paria. Yo de psicología no tengo ni la menor idea, pero si has llegado a esta consulta es porque sabes que necesitas ayuda, y eso no es malo. Cada uno afronta la vida como puede, y a nosotros nos ha tocado así. El peor de mis bajones vino cuando me enteré de que mi primo, un chico de mi edad, acababa de morir en un accidente de moto. Estuve encerrado en casa casi dos semanas sin comer, sin poder dejar de pensar en el miedo que sentía. Pero nosotros estamos aquí, tenemos que seguir adelante…

Sus ojos se llenaron de lágrimas y regresé a aquel día en la consulta. Puse mis manos sobre las suyas y respiré profundo intentando controlar mis sentimientos.

apoyo

He estado solo en mi piso deseando morirme, quise morirme para dejar de sufrir. No podía controlar mi enfado con esta vida. ¿Sabes que mi primo tenía una hija de solo dos años? Joder, esa niña va a crecer sin su padre porque un camión se saltó un puto ceda el paso. ¿Qué pueden importar mis negocios ante toda esa mierda?

Entonces fui consciente de que toparme con Bruno no había sido una simple casualidad. Cambié de silla y me senté a su lado. Lo abracé y me dejé ir llorando en silencio pegada a su cuerpo. Exploté todo lo que en años no había explotado, fueron minutos de solo escuchar nuestras respiraciones hasta que al fin dejamos de temblar. Nos miramos y no sabía qué añadir a aquel instante.

Saldremos, estoy segura, y no sabes lo que me gustaría poder hacerlo a tu lado.

Fotografía de portada