Hay un momento en toda relación en el que te das cuenta de algo: todo se ha vuelto irremediablemente cotidiano. No es malo. Como decía Antonio Gala, la costumbre bien llevada es muchas veces aliada en la vida, y también debería serlo en el amor.

De lo cotidiano surge la costumbre, la relajación y la confianza. Dejamos de idealizar al otro y lo vamos descargando de la presión de nuestras propias expectativas, de las que no es nada responsable. Lejos de ser el semidiós que habíamos creído, es un ser de carne y hueso con “defectos” que hay apreciar y vulgaridades con las que hay que convivir. Vulgaridades sí. Ahí es adonde voy.

Mi chico siempre ha sido muy seguro de sí mismo, así que no ha tenido reparo en mostrarse en toda su extensión, tal y como es. Ni siquiera en las primeras citas se autocensuró, algo que me fascina, porque esas primeras veces pueden ser estresantes para cualquiera: “¿Qué pensará de mí?”, “¿Querrá volver a verme?”. Preguntas que él nunca se hizo.

En los primeros meses de convivencia me conocí toda su gama de flatulencias, excreciones y rascados.

Sus pedos son sonoros y adelantan manchita en el calzón.

Sus automasajes testiculares son como el remover de bolas de un bombo antes de un sorteo.

Si le molesta el pantalón, se lo baja un segundo para recolocarse el conjunto antes de seguir con su vida.

Y podría seguir. No se corta. Al principio pensaba que conservaba cierta elegancia en estos actos tan ordinarios. Ahora ya no, la verdad.

Rayando la falta de respeto

Yo entiendo que uno tiene que estar a gusto en su propia casa, sin recatos ni corsés, que no estamos en el siglo XIX. Y me parece bonito que él se sienta tan a gusto consigo mismo y tan libre conmigo que se comporte como si no hubiera nadie delante. Estoy dispuesta a compartir unos pedos contigo o, alguna vez, ver cómo te acomodas esos huevazos tan bonitos. Pero, hombre, ¡un poco de decoro!

Alguna conversación he tenido con él. Los eructos cuando estamos comiendo, por ejemplo, son algo que no soporto desde nunca. Sé que en otros hogares son habituales y sus miembros solo se limitan a no hacerlo fuera, pero a mí me dan ASCO. Él no lo hace, pero otras cosas se le van. Por ejemplo, le sigue poniendo una escatológica banda sonora extra a nuestras sesiones de series. Y no cuida mínimamente el movimiento y la postura cuando busca alivio para el picor de su zona genital. Definitivamente, las sutilezas no son lo suyo.

La magia se desvanece

Este debate es viejo: “Pedos [u otras flatulencias y excreciones] delante de tu pareja: ¿sí o no?”. A mí alrededor, otras parejas me confiesan los dos extremos:

  1. Jamás delante de él/ella, aunque se me rompa una tripa en el camino. Ni después de años de relación.
  2. Lo que sea, sin cortarme, como si estuviera solo.

Tengo una amiga en el término medio, que supongo que será el más extendido. Uno de los límites que ellos ponen consiste en una regla básica: cuando uno esté en el baño, el otro jamás entra. Si acaso, para una urgencia que no lleve más de dos segundos, tipo coger el móvil olvidado sobre el lavabo y salir pitando al trabajo.

—Tía, es que… se pierde la magia —me dice.

Estoy de acuerdo. Creo que hay que mantener un pequeño grado de idealización del otro, es decir, atribuirle cierto halo propio de deidad. No por tener expectativas poco realistas, sino por conservar algo del embelesamiento mágico que, en parte, sostiene esa atracción que lo diferencia de cualquier amigo. Así que, cariño: deja algo para tu propia intimidad.

Esse