Meterse en Tinder, es como pasar cromos, este sí, este no… ¡Uy este que horror! ¡Menudo polvazo tiene este! Yo no me declaro muy fan de esta App, pero he de reconocer que me ha dado uno de los mejores momentos de mi vida.

Os cuento, hice Match con un chico, en apariencia normal, muy majete, con mucho rollito, barba, tatuajes, 39 años… y oh, Dios mío, ¡No cometía faltas de ortografía! (Para mi este punto es muy importe, eso y las gafas de sol que lleven, solo con eso creo que puedo sacar un estudio sociológico) 

Lo típico, nos contamos nuestras respectivas vidas, intercambiamos teléfonos, hablábamos a diario… hasta que uno de esos días me dijo que le daba un morbazo tremendo y que él se auto proclamaba “devoto comecoños”.

Claro, cuando alguien te confiesa algo así las expectativas con respecto a tan bien recibida devoción se disparan… Y más, cuando una vez soltada la “perlita” te lo recuerdan con cierta recurrencia.

La cuestión es que yo me fui a recorrer mundo por Latinoamérica durante un mes y cuando volví él seguía ahí, firme en su proclamación.

Perfecto, quedemos.

Me depilé como nunca, esa noche había mambo y yo estaba dispuesta a dejarme saborear, me puse monísima y acudí hecha un flan a nuestra cita.

La velada, fue de diez, cenamos, había química, nos reíamos y las horas pasaban, hasta que él decidió tomar las riendas: “Tienes dos opciones, tomar algo y follar, o irnos directamente a follar”

Obviamente, a aquellas alturas, elegí la segunda opción.

Como él ya tenía muy bien estudiada la velada, me llevó a un hotel de esos que se paga por horas… y fatalidades de la vida, no tenían habitaciones, pero sí había disponibilidad en otro de la misma cadena en otro punto de la ciudad.

Y allá que nos fuimos. Durante el trayecto, yo iba sopesando la situación, siempre he sido muy de “sensaciones” y mi cabeza empezó a decirme “va a ser un desastre… si no hay habitaciones será porque el destino no quiere… no hay que forzar las cosas…” Pero me callé, y allí me vi, en un hotel lleno de luces led, con Maluma de fondo, una cama redonda, y espejos en el techo… 

Yo pensaba “¡Qué bien voy a verme las chichas desde este ángulo!”

La cuestión es que seguimos metiéndonos mano, tocándonos, desnudándonos… hasta que por fin vi como su cabecita se posicionaba estratégicamente entre mis muslámenes, por fin, ¡El ansiado momento!

Os juro que fue como sentir la lengua áspera de un gato sediento entre mis piernas ¡Qué cojones está pasando! Eran mini lametazos, sin ningún tipo de intensidad ni movimiento.

Creo que duré como dos minutos hasta que le dije “Ven, déjalo” Su cara era un cuadro, pero la mía debía de ser cojonuda también.

No supimos qué decirnos.

A la media hora estábamos saliendo por la puerta del hotel y con setenta euros menos en su bolsillo.

El trayecto hasta mi coche fue interminable, pero por dentro, os prometo que me iba descojonando “devoto comecoños, tú no sabes lo que es devoción…”

Nos despedimos muy educadamente y cada uno se fue para siempre por su lado.

Nunca olvidaré esa noche ni el ataque de risa que me dio en el parking al recoger mi coche, no podía parar de reír, pensaba en todo lo que me había dicho, en cómo me lo iba a hacer… y de repente, ¡Eso!

Moraleja: los tíos que saben comer, no te lo dicen, simplemente te dejan muda.

 

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