Mi amiga Mari (que en realidad no se llama Mari) fue la primera persona de mi entorno en hablarme de colecho. Yo no sabía ni qué narices era eso, pero ella, que es la mamá de mi primer sobrigo (sobrino hijo de amigos), me puso al día enseguida. Fue ella quien me enseñó las primeras nociones de este fantástico, maravilloso e inextricable universo paralelo que es la maternidad. La segunda vez que escuché hablar a alguien del dichoso colecho, yo ya sabía lo que era. E incluso me había formado una opinión al respecto: no me gustaba. Pero no solo no me gustaba, es que no lo comprendía. Seamos sinceras, me parecía una auténtica burrada. Jamás se lo dije a nadie, mucho menos a los que lo practicaban. No obstante, la cosa era que pensaba que hacían mal y por muchos motivos.

No me parecía ni medio normal que una pareja renunciara a su intimidad ni a su comodidad metiendo a un bebé en su cama. ¡Con la gran variedad de serones, cunas y camitas que existe, parfavar! Y, ya puestos a juzgar, eso de meter a los niños a dormir con los padres no era bueno para ellos tampoco. Hombre, por dios, un poquito de fomentar su independencia y autonomía. ¿Los vais a tener durmiendo con vosotros hasta que se vayan de casa? ¿Os van a echar ellos de vuestra propia cama cuando se hagan mayorcitos y quieran dormir con sus novi@s? Jajajajajaja. Jajaja. Jajaja. Ja. Jaja. Ja… ¿Ja?

Seeeh… Me hacía mucha gracia todo. Hasta que tuve a mi hijo… y se me cayeron todas las soberbias encima. Porque yo me reía de los que hacían colecho y ahora no me lo saco de la cama hasta que se licencie.

 

Todo empezó una noche infernal cuando el enano tenía unas cuantas semanas. Eso fue lo que tardó el escupitajo en caerme encima, unos dos meses. Yo aún estaba de baja de maternidad y desde que diera a luz había dormido alrededor de seis horas. En total. Aunque quizá estoy exagerando. Lo relevante es que aquella noche, al igual que las anteriores, el niño no se dormía ni para atrás. Lloraba por momentos, pero en general estaba tranquilo, no tenía caca ni hambre ni le pasaba nada. Su padre llevaba horas dando vueltas con él en brazos, sin éxito. Y, cuando yo le relevé para que él pudiera descansar algo antes de irse a trabajar, más de lo mismo. Desesperada, desquiciada y muerta de cansancio después de toda la noche en vela, a las siete de la mañana me tiré con él en la cama.

Yo me reía de los que hacían colecho y ahora no me lo saco de la cama hasta que se licencie
Foto de Monica Turlui en Pexels

Y el niño se durmió, más o menos dos segundos antes de que lo hiciera yo. Fue la primera vez desde el parto que dormimos más de tres horas seguidas, los dos. Pese a que me levanté más contenta y descansada que nunca, me dije que aquello había sido un one hit wonder. Que el colecho era mal y que no iba a volver a ocurrir. Y casi me lo creí, pero repetí esa misma semana. Y, en cuanto mi marido se enteró del milagro, no tuvo que esforzarse mucho para convencerme de que todo lo que fuera ganar descanso era bueno para todos. Para el niño, para él y para mí.

Lo cual era muy cierto, aunque nunca pensé que se iba a cronificar de esta manera. Porque mi hijo tiene cinco años, un dormitorio superchuli decorado a su gusto, un colchón comodísimo y… sigue durmiendo con nosotros. Y con su hermano pequeño.

 

Nos hemos tenido que comprar una cama más grande, porque esto ya no era cómodo para nadie. Pero no hemos sido capaces de pasarlo a su habitación en todo este tiempo y me da que vamos a tener el mismo problema con el segundo. Qué cruz.

En fin, no conozco a ningún adolescente que, teniendo cuarto propio, siga compartiendo cama con sus padres. Así que quiero pensar que como mucho serán solo unos añitos más… ¿Verdad? ¿Verdad?

 

Sandra

 

Envíanos tus Dramamás a [email protected]

 

Imagen destacada