Soy una mujer con las ideas muy claras, siempre lo he sido.

Nunca me ha costado tomar decisiones y suelo ir con ellas hasta el final. Cuando era pequeña tenía una idea bastante aproximada de lo que quería ser de mayor. No me costó decidir lo que quería estudiar, ni tampoco pensar por dónde quería encarrilar mi futuro laboral. La cuestión de la maternidad no era una excepción. Supe desde muy jovencita que no iba a ser madre. No era para mí. Tenía la sensación de que era una persona demasiado independiente, demasiado despegada. Demasiado egoísta incluso. Creía que la maternidad significaba asumir más renuncias de las que estaba dispuesta a aceptar. Por tanto, nunca me lo planteé. Lo tenía tan cristalino que era algo que informaba a mis parejas en cuanto veía que las cosas se ponían un poco serias.

 

Algunas de ellas se fueron después de haberlo hablado. Nunca sabremos qué nos hubiera deparado la vida si no hubiéramos roto por pedirle cosas diferentes.

Mi relación más importante y duradera fue con un hombre que estaba tan convencido de que no quería reproducirse, que tenía hecha la vasectomía desde los veintipocos. Éramos muy felices juntos. Estábamos absolutamente compenetrados, nos entendíamos de maravilla y teníamos los mismos objetivos a corto, medio y largo plazo. Hasta que algo dentro de mí cambió. No sé ni cómo ni porqué. Solo sé que a los 45 me di cuenta de que sí quería ser madre. De pronto me veía suspirando cuando me cruzaba con una embarazada. Me quedaba embobada mirando bebés y no paraba de imaginarme cómo se sentiría eso de ser mamá. Me visualizaba con barriguita. Imaginaba cómo sería mi día a día si tuviera un hijo. Pensaba en todo lo que tendría que cambiar, en las renuncias esas que tanto había querido evitar.

Y llegué a la conclusión de que estaba más que dispuesta. Creía que lo que ganaría a cambio compensaría las pérdidas. Por un lado, me arrepentía de haber tardado tantos años en concluir que en realidad sí quería tener hijos. Sin embargo, por otro, creía que lo había hecho justo en el instante más adecuado. Justo en el momento perfecto para mí. Era consciente de que quizá ya era demasiado mayor, al menos en el sentido biológico, pero, por lo demás, estaba todo bien. Es decir, estaba bien todo lo que yo podía controlar. Porque mi instinto maternal había florecido en las circunstancias más favorecedoras para mí, lo cual no aplicaba en el caso de mi pareja. El hombre al que amaba con locura no había sentido esa llamada. Al contrario, con la edad se había reafirmado en su decisión.

 

A los 45 me di cuenta de que quería ser madre y esta es mi historia

 

Reconozco, no sin cierta vergüenza, que intenté hacer algo que iba en contra de mis principios más arraigados… conseguir que cediera, por mí. Suerte que tampoco puse demasiado empeño, no me lo habría perdonado nunca.

Así las cosas, tenía dos opciones: Desistir o intentarlo sola.

He sufrido en varias ocasiones por amor y puedo decir que con ninguna sufrí tanto como con esta. Es muy duro romper algo que funciona a la perfección. Pero nosotros tuvimos que hacerlo. Él no estaba dispuesto a tener un hijo conmigo, ni tampoco a estar conmigo mientras yo criaba un hijo que sería solo mío. Ya que, en mi desesperación, llegué a ofrecerle esa posibilidad, la de desvincularse. Me había planteado la opción de recurrir a un donante y ser madre en solitario, pero sin necesidad de apartarme de él. Un arreglo que, en su opinión, no iba a funcionar. Ahora, en frío, yo también estoy de acuerdo. Terminaría por verse obligado a ejercer de padre.

Hice mi primera FIV unos meses después de separarnos, en cuanto me vi capaz de ponerle toda mi ilusión. No salió bien. Y la segunda tampoco. El médico que me trataba dijo que era complicado que me quedara embarazada usando mis óvulos, que maximizaría las posibilidades si utilizaba óvulos de donante. Yo ya no tenía dinero ni esperanzas, la verdad. Así que encaré la transferencia del último embrión que me quedaba a sabiendas de que no iba a tener éxito. Se lo dije tal cual a mí ex cuando me llamó para vernos y ponernos al día: ‘Al final no lo voy a conseguir’. Y él me contestó que estaría allí para apoyarme, consolarme y que tal vez incluso para más. Me dijo que, si aún quería, podríamos retomarlo justo donde lo dejamos.

Para cuando descubrí que estaba embarazada yo había resuelto que tenía razón y que deberíamos volver. Lo cual ya no era posible

 

En la actualidad tengo casi 50, una hija maravillosa de 3 y todavía me da un pellizco en el corazón cuando nos llamamos o me encuentro con él. Aunque sigo plenamente convencida de haber hecho lo correcto con las elecciones que tomé y no volvería atrás para cambiar nada. La renuncia más grande que he tenido que hacer para lograrlo, ha merecido la pena.

 

Relato escrito por una colaboradora basando en la experiencia real de una lectora.

 

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