Que te engañen duele, duele incluso cuando no te lo hacen a ti. Odias a ese tío que provoca que las mejillas de tu amiga estén siempre húmedas. Que camina con la cabeza gacha y que no puede ni comer porque el estómago se le ha encogido como su corazón se ha hecho añicos.

Qué cabrón, qué cerdo, cómo ha podido…  Tu sabes que tu amiga es lo mejor que podrá tener, que como lo cuida ella no va a tener otra igual. Deseas que algún día el también sufra y,  si puede ser más, mejor. Y piensas todo eso aun sabiendo que el tipo en cuestión era un muermo. Un aburrido simplón con poca o nada iniciativa pero que a su lado tu amiga era feliz.

O eso creía ella.

Porque un buen día las mejillas se secan, brillan por los polvos rosáceos que resaltan sus pómulos. El eyeliner delinea perfectamente sus ojos negros, vivos y… ese corazón… ¡ese corazón tan grande! Late a tres mil revoluciones cuando abre la puerta de la cafetería y se encuentra con él. Y descubre el amor, el amor de verdad. El de palabras bonitas, el de detalles porque sí, el de hablar hasta las mil, el de reírse, el de hacer viajes, el de saborear un Rioja rodeados de viñedos… Y en esa estampa, mirando como el sol se esconde entre las viñas, sonríe.

 

Sí, que te engañen duele, pero no conocer el amor de verdad duele más. Así que llorad, gritad, enfureceos, estáis en vuestro derecho, pero sobre todo aprended. Y con el tiempo entenderéis que si se ha ido, es porque aún no había llegado el atardecer que os merecéis.