Los tres kilos que he subido desde que mi exnovio y yo lo dejamos tienen que ser de sex appeal puro y duro porque de no comerme un rosco por meses, estoy ligando como una campeona.
No soy una persona pequeña: mido casi 1,70, tengo mucho pecho (gracias abuela), muchas caderas (gracias mamá) y mucho apetito (gracias, totalidad de la dinastía Villanueva-Samudio). Esto, añadido al asombroso hecho de que a mi cuerpo le mola contravenir la ley universal de «nada se pierde, todo se transforma» y es capaz de convertir 22 gramos de Kinder Bueno en 1,5 kilos de grasa, ha hecho que mi sobrepeso (ese cabroncete) haya tenido siempre un altísimo rating en la lista de mis preocupaciones. Siempre me he debatido entre lo que quiero ser (una chica curvy aficionada al running que come muchas frutas y verduras) y a lo que inevitablemente tiendo (una gorda vaga adicta a los hidratos que bebe como los peces en el río), y ha sido en esa distancia —a veces amplia, a veces estrecha— que han recaído gran parte de mis ansiedades y complejos. Mi miedo a la vejez, al cambio, al descontrol. Añádele una ruptura poco molona y te queda un cóctel molotov guapo, guapo.
La separación del que no debe ser nombrado me la tomé como se la toma todo el mundo: confiando ciegamente en un puñado de hombres (Martin Miller, José Cuervo, Johnnie Walker, Ben&Jerry) y apoyándome en los amigos, ese refugio gratuito. Fue en esa resaca emocional que descubrí todo eso mío que olvidé, todo aquello que perdí y todo aquello que presté. Para eso están las rupturas, al fin y al cabo: para abrir el cajón de objetos perdidos y encontrarte. Así que volví a escribir. Viajé. Hice amigos nuevos que son ahora indispensables. Pero sobre todo, aprendí que mi belleza y buenorrismo se componen en esencia de jurarme la última chupada del mango —riquísima y winner— indiferente a lo que marca la balanza y al numerito aleatorio que Zara escoge para etiquetar mis pantalones.
Desde la soledad molona (y con mis ligues/tigrillos ocasionales, ¿a quién vamos a engañar?) descubro todos los días que mi cuerpo está cambiando. Pero no me preocupa. Quizá mi culo gordo y esos tres kilos que no se van ni con agua caliente solo están ahí para recordarme día a día que existo y que, al fin, me he encontrado.
For once there is nothing up my sleeve; just some scars from a life that used to trouble me — Fun