Me fui. Sin mirar atrás. A finales de tercero de carrera, recibí la noticia de que me otorgaban una beca Séneca que me permitía terminar mi carrera en la ciudad de Barcelona. Una gran oportunidad para mí, ya que el hilo argumental de mi ‘Trabajo de final de grado’ tenía lugar en la Ciudad Condal.

Inicié el proceso de la beca a principios de año, sin demasiada esperanza, pero muchísima ilusión. Ilusión y necesidad. Mi novio y yo llevábamos 4 años de relación, de los cuales 3 y medio habían estado marcados por la enfermedad terminal de su madre: un cáncer con metástasis en multitud de órganos. 

Jamás les fallé…

Siempre estuve ahí al pie del cañón, de lunes a domingo, colaborando en las labores del hogar, ejerciendo de taxi para que acudiesen lo más cómodamente posible a las visitas del médico y haciendo de compañera durante las interminables horas de quimio. Recuerdo que conmigo se compró su primer pañuelo, el que tapaba una de las consecuencias más visibles de su enfermedad. Y lo recuerdo como una tarde súper divertida. Juntas. Mi suegra era una mujer maravillosa, no como los monstruos que a veces describís por aquí.

La quería muchísimo. Incluso, llegó el momento, en que la quería más a ella que a mi novio. Con la enfermedad de su madre, mi novio se volvió un ser huraño, desconfiado, incluso cruel. Empaticé con su realidad, ya que era consciente de lo difícil que suponía para él ver a su madre sufrir y consumirse, saber que más pronto que tarde iba a morir.

Fue muy duro. Entré en un círculo vicioso del que no sabía cómo salir. Sabía que estaba mal dejarle en ese momento; tampoco quería -por extensión- dejar de cuidar a mi suegra, ya era más mi amiga que suegra. En cambio, por otro lado, era infeliz.

Me pasaba días completos, con sus noches incluidas, en casa de mi pareja, siendo una más de la familia, sentía que tenía la responsabilidad de animar el cementerio. Era ‘la de fuera’, la ‘objetiva’; pero mis energías cada vez se mermaban más. Entiéndeme, tenía 20 y pocos años y me vi tirando de una familia de 5 miembros porque la depresión se los había comido.

A veces, necesitaba coger aire.

…, hasta el último momento.

El día que consulté las listas de admitidos en la universidad, se convirtió en uno de los más felices de mi vida. Mi situación familiar en casa tampoco era fácil, con un padre borracho y maltratador, pero no tenía derecho a quejarme si me comparaba con el drama familiar de mi novio.

La beca se convirtió en una segunda oportunidad. Al informar a mi novio, pasó del enfado a la tristeza, de maldecirme a suplicarme. En lo único que sus dos versiones más extremistas coincidían era en que, si cogía el avión, lo nuestro se acababa.

Lo cogí, no sin antes despedirme de mi suegra. Ya en cama, se levantó para darme un último abrazo. Le prometí que le traería una virgen de Montserrat en Navidades, ante la inquisidora mirada de mi (ya ex)novio. Ella me dijo que cuidase a “sus nietos”, a los que nunca iba a conocer. Uff. Me partió.

Murió y una parte mía con ella

Mi suegra murió a los 10 días de irme a Barcelona. Murió mientras mi novio me recriminaba por teléfono el haberle abandonado. Tuvo la ¿mala suerte? de no estar con su madre en el último suspiro, por haber salido al pasillo a discutir conmigo. Las clases acababan de empezar; además, mi economía estaba bajo mínimos y los números no me salían para coger un avión de un día para otro. Ya os conté cuál era la situación de mi casa, así que no tenía ayuda externa. Sintiéndolo mucho, no pude ir al entierro.

Desde el día del entierro hasta las vacaciones de Navidad, recibí llamadas diarias de mi (ex)novio insultándome. Yo lo atendía porque consideraba que me merecía su desprecio, porque creía que así se desahogaba.

Volví por Navidad y fui a su casa para cumplir mi promesa y regalarle a mi difunta suegra su virgen Montserrat. Pese a la tensión del momento, especialmente de mi ex y sus hermanos, mi suegro me sugirió acompañarle al cementerio. Acepté. Compré un ramo de rosas rojas, sus favoritas, y me subí a una escalera ya que su lápida era de las más altas del muro. Allí, sentada en un peldaño, lloré como nunca había llorado, sacando todo lo que llevaba años escondiendo detrás de una sonrisa. Le di las gracias por haberme dejado conocerla, por haberme hecho sentir parte de una familia; le pedí perdón por haber marchado, por haber dejado a su hijo en el peor momento de su vida.

Han pasado muchos años. Mi ex y yo hemos rehecho nuestras vidas; él la honrará cada día, pero yo también. Va conmigo. Vivo, en parte, por lo que ella no pudo vivir.

ANÓNIMO