Antes de tener hijos pensaba que estaba estresada.

Luego los tuve y… descubrí lo que es de verdad el estrés.

Siete años, tres niños y un divorcio después, puedo decir que tengo un master del universo en prisas, agobio, sueño y tensión.

No hay jornada en la que no me sienta como mantequilla untada sobre demasiado pan, con el permiso de Bilbo Bolsón para robarle la expresión.

Me paso la vida corriendo, abarcando mucho y apretando lo que puedo, por lo que es habitual que se me caigan cosas por el camino.

Un día me veo obligada a cancelar una cita médica, otro llego tarde al trabajo, otro sorprendo a los niños pidiendo pizza para cenar a mitad de semana porque en la nevera solo queda medio limón pocho… Cuando tenga tiempo lo mismo hago una recopilación de mis cagadas de mujer y madre desbordada. Si me la compran los de Netflix hacen una serie que dejaría temblando a ‘Working Moms’.

 

Uno de los episodios ocurrió en febrero de este año.

Hubo un pico de actividad grande en mi trabajo, mi hijo mayor sufrió un esguince y andaba con muletas, el alternador de mi viejo coche decidió pasar a mejor vida y, encima, los recaditos de la guarde y el colegio en relación con el Carnaval.

A media semana mis niveles de cortisol se salían de la gráfica. Yo ya no sabía qué día era, a quién le tenía que poner los calcetines desparejados, a quién debía pintarle flores en la frente y quién era el que tenía que llevar algo en la cabeza o ir completamente disfrazado.

La mañana en cuestión me levanté como siempre. Con el tiempo justo para entregar al pequeño en la entrada de la guarde, tirar a los mayores en la puerta del servicio de madrugadores y correr al curro. Pero claro, si a la rutina ya de por sí ajustadita de la mañana, le añades las movidas de Carnaval y un bebé de dos años que decide vomitar el desayuno, pues no llegas.

Total, que casi con diez minutos de retraso me despedí del enano y su gorrito en la escuela infantil; di un beso al mayor mientras le ajustaba la corbata de lentejuelas y me despedí de la mediana y su vestido de Elsa de Frozen.

No sé cómo logré llegar a tiempo a la oficina, sacarme unos cuantos marrones de encima y hasta salir puntual y con tiempo de ir a buscar a los niños en autobús esa tarde. Celebré con ilusión poder ahorrarme uno de los taxis que tanto estaban incrementando el coste del arreglo de mi destartalado coche.

Me presenté en el colegio ufana y sonriente. Pero la sonrisa se me escurrió de los labios cuando vi a mi hija salir con el gesto más sombrío que las nubes de Mordor, los brazos cruzados sobre el pecho y dirigiéndome una mirada de esas que pueden incluso dejar marca.

Preocupada, le pregunté qué le pasaba en cuanto llegué a su lado.

Y ¿qué le pasaba? Pues que la despistada de su madre la había llevado al cole vestida de princesa Disney el día que no era.

Con razón me había protestado por la mañana… Francamente, aunque me sonaba que algo había dicho al respecto, la realidad era que no le había hecho ni caso. Me había limitado a cagarme en mis muertos y a pedirle que por favor se vistiese de una vez sin protestar.

Mi pobre niña estaba de morros porque la había ignorado, porque sus compañeros se rieron de ella y porque había tenido que hacer la clase de gimnasia con vestidito. Que yo pensé que se lo podía haber quitado — por debajo llevaba camiseta y unas mallas — pero no era el momento de comentárselo.

‘Mi amor’, le dije, ‘en la circular ponía que el viernes podíais llevar un disfraz’.

‘¡Hoy es jueves, mamá!’

La leche.

Aún era jueves, cierto, pero yo estaba convencida de que ya era viernes. Así de larga se me estaba haciendo esa semana.

Como todas…

 

Imagen de portada de cottonbro en Pexels
Anónimo

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