Mi hija Marina es lo mejor que me ha pasado en esta vida. Lo sé, no es ninguna novedad que una madre se muestre completamente enchochada por su pequeño retoño, aunque si bien es cierto que hasta que nació Marina nunca me hubiera yo imaginado querer tanto a alguien. Pero vamos, que no vengo yo aquí a contaros lo mucho que adoro a mi hija, más bien a haceros partícipes de la que fue una de sus grandes hazañas navideñas.

Marina tenía por aquel entonces 7 años, estaba en esa etapa de auge total navideño. Encima, la pobre, es que era escuchar un villancico y ponerse como una moto. Siempre fue una niña muy sentida y tanto podía estar sumida en un llanto total como se encendía al instante explotando de felicidad (de hecho esto es algo que ahora, con sus 12 años, le sigue ocurriendo). Llevábamos ya algunas semanas a vueltas con el festival de Navidad del colegio, Marina, por supuesto, estaba implicadísima. Llegaba todos los días a casa emocionada con cada ensayo, incluso quejándose si algo no había salido como ella esperaba.

Resultó que cada clase de primaria iba a ambientar un cuento de Disney convirtiéndolo en una historia navideña, y en el caso de la clase de Marina habían decidido que el suyo sería ‘Blancanieves y los Siete Enanitos’. Se habían dividido los papeles y en el caso de mi hija, sería el enanito Dormilón. Ella estaba encantada, porque en su versión del cuento no había bruja malvada ni manzana, sino que los enanitos acogían a Blancanieves y juntos irían a visitar el pesebre de Belén (no hay nada como la imaginación).

Y mientras Marina ensayaba yo me dedicaba a crear un disfraz de enanito siguiendo la idea que nos había enviado la tutora de los niños. Para cuando llegó el gran día de la actuación Marina estaba estupenda con su disfraz mullidito, su sombrero caído y su barrigota. Estaba nerviosa perdida, no dejaba de repetir sus frases sin parar. Llegamos al colegio y allí se juntó con el resto de su clase, es que imaginaos lo que era aquel patio, a reventar de mini personajes Disney alborotados.

Entramos al teatro y tras varias actuaciones fue el turno de la clase de Marina. Levanté mi teléfono dispuesta a grabarlo todo y allí empezó ‘Blancanieves y los Siete Enanitos de la Navidad‘. La cosa iba bien dentro de lo que puede ser una actuación de niños de 7 años. Los nervios, frases que se olvidan, miedo escénico… Al rato aparecen los siete enanitos en fila cantando un villancico, allí que iba mi Marina cantando a viva voz (es real que se la escuchaba más que a ninguno).

Se ponen todos en línea para seguir cantando y en estas que veo al compañero de mi hija que estaba a su derecha haciendo movimientos raros con la boca, era evidente que ese niño tenía mala cara. Había dejado de cantar y Marina lo había notado y lo miraba bastante enfadada. De repente el niño se echa las manos a la boca y Marina ya muy mosqueada le arrea una colleja desde atrás como pidiéndole que espabile (juro que le reproché a mi hija ese gesto durante mucho tiempo). Al instante ese niño miró a Marina y empezó a vomitar a chorro como si fuese una fuente.

La puso perdida no, lo siguiente. En cuestión de un segundo aquel mini compañero de mi hija había soltado hasta la última papilla y toda encima de Marina. ¿Y cómo reaccionó mi querida hija? Lo primero se miró de arriba a abajo, intentó volver a cantar pero le fue imposible, lo vi venir y efectivamente ella también vomitó y decidió hacerlo encima de su amigo. ¿Os imagináis el panorama? Siete enanitos cantando un villancico y dos de ellos vomitándose encima mutuamente. Lógicamente la actuación paró mientras el resto de personajes lloraban y gritaban que menudo asco todo.

Yo agarré a Marina y me la llevé al baño. Ella, lejos de encontrarse mal solo me decía que ya estaba bien y que había que terminar la actuación, que no podía ser aquello, que todo era culpa de Pablo (su compañero). La limpié como buenamente pude y le dije que nos íbamos a casa. No sabéis qué pollo me montó en el baño. Solo le faltó decirme que ‘Show must go on, Mama!‘. Al final, viéndola bien le dije que nos quedaríamos pero que era de esperar que su obra ya no la pudieran terminar. Vimos pasar el resto de actuaciones y cuando ya casi se había dado por finalizado el festival la directora nos sorprendió permitiendo a la clase de Marina que volvieran a hacer su parte.

 

Todos, salvo Pablo, que se había ido con sus padres, volvieron a ponerse en marcha. El disfraz de Marina estaba para tirar a la basura, no llevaba ya su barba y doy fe de que olía horriblemente mal. Pero lo bien que lo hicieron. Ella volvió a casa feliz, contándole a su padre que habían tenido un pequeño problema sin importancia. Yo todavía tengo el vídeo de cómo Pablo y Marina se vomitan encima y ahora, pasados ya unos años, todavía lo vemos y nos morimos de risa. Sé que quizás es cruel reírme de todo esto, pero no sabéis lo inesperado que fue todo.

¡Feliz Navidad, amigas!

Fotografía de portada