¡Albóndiga!, ¡eres la salchicha peleona!, ¿pero no ves que no puedes ni correr?, ¡si te caes tiembla la tierra, terremotooooo!‘. ¿Os suena? ¿Lo habéis sentido alguna vez? Es la rabia que de pronto se mezcla con la sangre para recorrer todo tu cuerpo y hacerte rememorar aquella época en la que tu peso, o tu aspecto, te posicionaron como el foco de toda burla.

En casa te decían que no pasaba nada, que eran bromas sin importancia, que tú tenías que ser más fuertes que todo eso. Pero día tras día ir a clase se convertía en una nueva guerra en la que tú sola lidiabas todas las batallas. Apenas había apoyos, o al menos no más allá de alguna amiga que un poco por lo bajo te repetía que todos eran idiotas. Con tan solo diez años empezabas a mirarte al espejo sintiéndote una apestada, un ser asqueroso al que no se puede querer, ni siquiera tú misma.

No existía el bullying, el colegio era de los poderosos, y aunque algún castigo puntual podía caer, lo habitual era que las risas y las bromas no tuviesen límite. Nadie se paraba a pensar en las consecuencias, tú te salías de los cánones, de las medidas estipuladas, y por ello debías pagar un precio. Parece ser que el escuchar a tu espalda que ‘tienes cara de bulldog‘ o que ‘tus michelines no dejan ver la pizarra al de detrás‘ es una parte de ese impuesto. Bajabas la mirada una vez más sin llegar a entender por qué esos adultos que estaban al mando no tomaban medidas.

A la salida vamos a por la gorda‘, escuchaste aquella tarde en la que el verano parecía comenzar. Llevabas toda la semana feliz porque las clases estaban a punto de terminar. Descansarías durante más de dos meses, tu cerebro se apagaría y esas ideas que te invitaban a irte muy lejos, a desaparecer, se borrarían como por arte de magia. Pero antes de que toda esa calma ficticia llegase, tocaba un último empujón. La gorda eras tú, casi nueve meses de insultos y tortura no habían sido suficientes. Tu cuerpo comenzó a temblar, querías pensar que ‘esa gorda‘ no existía, qué ilusa…

Al sonar el timbre decides que quizás la mejor idea es llamar la atención de la profesora, avisarla de que tienes miedo, que quieres llegar a casa sin carreras y sin escapar de nadie. ‘Profe, ¿hoy podrías acompañarme a la salida? Creo que unos compañeros me quieren perseguir…‘ Las lágrimas ante el miedo empezaron a agolparse en tus ojos, pensabas en tus padres, en encerrarte en aquella clase y no salir nunca más. Esa mujer adulta a la que rogabas auxilio te miraba mientras terminaba de recoger el aula.

Solo están jugando, y deja ya de llorar, llevas todo el curso con la misma cantinela‘. En un sollozo te tragaste el llanto asintiendo con la cabeza. Eres débil, no estás preparada para este mundo y los demás sí. Ese miedo que sientes es solo fruto de tu inseguridad, de nada más. Aprende a afrontarlo, te vendrá bien con todo lo que se te viene encima. El nudo del estómago te aprieta ahora más que nunca. Agarras tu mochila, aquella que compraste con ilusión hace meses, y pides por favor que te trague la tierra. Sales al patio, despacio, buscando el camino más corto. Y echas a correr aparentemente sin motivo.

Los llaveros que has ido coleccionando golpean en la mochila emitiendo un sonido rítmico en cada zancada, corres hacia la puerta, mirando de reojo esperando que el ‘ir a por la gorda‘ ya no fuese el plan de la tarde. Empiezas a sudar, las piernas te pican bajo la falda del uniforme. Y entonces, escuchas los gritos asilvestrados a tu espalda. ‘Coooorre vaca‘, ‘¡no la dejéis escapar!‘.

Al sudor que cae por tu cara se suman las lágrimas, aquel inmenso patio parece haberse quedado vacío, no hay nadie que pueda salvarte. Te dejas caer raspando tus rodillas sobre la gravilla que cubre el suelo. Intentas esconder tu cabeza entre tus brazos, esperando que todo pase rápido. Escuchas a tu alrededor a esos chavales que dicen ser tus compañeros, tus iguales. Unos mugen, otros intentan arrebatarte la mochila, y los más valientes te zarandean para que te pongas en pie.

Un instante eterno en el que no destapas tu rostro por miedo a sentir más miedo. ‘Si no lo veo, no es real‘. Pasado un rato, quizás aburridos por tu falta de defensa, te encuentras de nuevo sola. Manchada por la tierra, empapada en tus propias lágrimas, asfixiada por el calor y la angustia. Tus libros, tus bolígrafos, la merienda… todo está desperdigado por el patio, pisoteado. En una de las libretas ahora se puede leer un ‘bola de sebo‘ inmenso. Piensas en la pena que sentirá tu madre al leerlo, o mejor, en la bronca que te caerá por todo aquello.

Recoges en medio de aquel patio vacío. No quieres llegar a casa, tampoco quieres ir a ninguna parte. El ambiente ya no huele a verano, sino a tristeza y rabia. Has roto la camiseta y un enorme rasguño atraviesa de lado a lado tu rodilla izquierda. Debes prepararte para la vida, la infancia es la etapa dulce. No quieres ni pensar en lo que vendrá entonces el día de mañana.

Pero el bullying, el acoso escolar, ni se contemplaban. Eran cosas de niños, sentidas por niños, lideradas por ellos. Hoy, además, te graban, te suben a las redes, te vuelves el ser protagonista y el centro de toda broma sin sentido. Dicen que en esta vida se aprende a base de golpes, ¿pero qué hay de aquellos bofetones que terminan contigo, con tu autoestima, con tus ganas de vivir?

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