Siempre he tenido reglas abundantes y molestas, pero, desde hace casi un año, el dolor era insoportable, dejándome al borde del desmayo. Un dolor profundo que no se aliviaba con ninguna pastilla.

Alarmada, pedí cita médica y me derivaron a ginecología. Y hace un par de semanas entré por fin en la consulta, sabiendo que no iba a salir de allí igual, ni física ni psicológicamente.

Tras las preguntas de rigor, me senté en esa silla ortopédica en la que las mujeres nos abrimos de piernas e intentamos olvidar que alguien desconocido nos está mirando el coño.

La ecografía comenzó por el lado derecho, en el que todo parecía estar bien. “Tienes el endometrio muy grueso, y eso es genial para la fertilidad. Pero, claro, se rompe mucho tejido y sueltas mucha sangre en la regla”, me dijo la ginecóloga. Efectivamente, si juntara toda la sangre que suelto durante cinco días seguramente podría hacerle una transfusión a una familia entera de conejos (por elegir un animal acorde con el tema que estamos tratando).

Acto seguido, giró la maquinita hacia el lado izquierdo. Y dijo en alto, triunfante: “¡Y ahí hay un endometrioma! ¡Ja!”. Yo, que no había escuchado ese palabro en mi vida, me tensé tanto que casi absorbo la cámara con el coño.

enfermedad vida

Tras vestirme, temblorosa, la doctora me invitó a sentarme y me explicó que tengo endometriosis. Es decir, que algunas células del endometrio han decidido agruparse donde nadie les llama. En mi caso, en el ovario izquierdo. Con suerte, es un quiste benigno y localizado.

Además, el tratamiento está muy estudiado y las pastillas anticonceptivas son muy efectivas contra estos quistes, haciéndolos retroceder e incluso desaparecer eventualmente.

Lo chocante vino después: la ginecóloga me avisó sin tapujos (lo cual le agradezco) de que la endometriosis puede afectar a la fertilidad, y de que eso, junto con mis 35 años, debería hacerme pensar si quiero o no ser madre. Y apostilló que biológicamente ninguna mujer debería empezar a plantearse la maternidad a los 40.

“¡Ah! No pasa nada, tengo claro que no quiero hijos”, contesté, casi defendiéndome. Y sí, lo tenía muy claro, hasta ese mismo día. El sólo hecho de que una especialista me haya plantado frente a la realidad de forma tan directa me ha generado muchas dudas.

enfermedad vida

¿De verdad no quiero ser madre? ¿Qué pasa si no lo soy? ¿Soy menos mujer por no parir? Sé que la respuesta a esto último es un “NO” rotundo, pero lo habitual en mi círculo es que todas las chicas se queden embarazadas, y eso me hace sentirme una forastera y a sus ojos, a veces, una pobrecita sin vida asentada.  

Congelar óvulos podría ser una solución para asegurarme unos cuantos huevecitos fértiles para el futuro. Pero la precariedad económica en la que vivo instalada no me permite irme de alquiler, menos aún alquilar una casa de hielo para mis óvulos.

Desde aquel día siento que la vida se me viene abajo, que no puedo decidir con libertad porque no tengo dinero, ni pareja, ni estabilidad. Que lo único que tengo es un quiste que me ha hecho plantearme mi valía como mujer.