Mi madre me tuvo con cuarenta y un años.
Hoy día es más común, pero en 1980 no era tan habitual que las mujeres tuviesen hijos tan tarde.
Claro que yo no fui su primogénita.
Soy la más joven de sus cinco hijos, pero también fui la primera en darle un nieto.
Nadie se lo esperaba. Parece que la norma establecida es la que siguen en las familias reales y que dicta que los hijos deben ir casándose y convirtiéndose en padres por orden de nacimiento, de mayor a menor. Aunque luego el que más y el que menos se lo pase por el forro.
Honestamente, no busqué ese embarazo, pero tampoco me planteé no seguir adelante ni por una milésima de segundo. Siempre fui un poco más madura de lo que me correspondía por edad y a los veinte años tenía un novio formal, estaba estudiando una carrera y tenía un trabajo a tiempo parcial. Quizá no tan pronto, pero quería ser madre.
Creo que la maternidad es difícil, a los veinte, a los treinta y a los cuarenta. No dudo que la fertilidad se ve afectada por la edad y doy fe de que el cuerpo lleva mejor los cambios asociados con el embarazo en la juventud, que una vez superada la treintena. Tuve mi segundo hijo a los treinta y ocho y puedo afirmar que la experiencia fue radicalmente diferente. Sobre todo, la recuperación postparto. Pero nunca es sencillo.
Criar a mi primera hija no fue un camino de rosas, pero tampoco creo que lo sea en ningún caso. Ella siempre fue una niña muy buena y tranquila, sin embargo, la vida y las prioridades dan un vuelco importante cuando aparece una nueva personita que depende absolutamente de ti.
Intenté seguir con los estudios, pero tuve que ponerme a trabajar a tiempo completo y ya no fui capaz de remontar desde el punto en que los había dejado cuando di a luz.
Con veinte años no eres ni mucho menos una cría, aunque sí es cierto que la maternidad a esa edad te hace pasar por alto etapas que ya nunca quemarás. O, al menos, no como las quemarías de hacerlo cuando corresponde.
Cuando me quedé embarazada todo lo que tenía pensado hacer se precipitó un poco y algunas cosas se quedaron por el camino.
Mis estudios no fueron lo único a lo que renuncié.
Teníamos pensado casarnos, algún día en unos años… Y lo hicimos en una ceremonia íntima en el registro civil y con una barriga enorme. Tuve que reducir la alianza cuando recuperé mi cuerpo y nivel de líquidos normal.
Queríamos comprarnos una casa y se pospuso, porque al final alquilamos un piso.
Dejamos de salir con nuestros amigos, ya que unirse a sus planes con un bebé, y luego con una niña pequeña, era bastante complicado.
No lo sentimos como un sacrificio, simplemente aceptamos que nuestra rutina era muy diferente de la de nuestro entorno social. Perdimos a algunos amigos durante aquellos primeros años, pero también hicimos otros nuevos. Y los que eran amistades de las de verdad, de las buenas, siempre estuvieron ahí. A veces con ojeras y de resaca, pero estaban.
Hasta hace unos meses veía a mi hija y a su pandilla de chavales en torno a la veintena y me costaba creer que a su edad yo hacía malabarismos para correr de un lado a otro y sacar todos los días un momento en el que ir al parque con ella o sentarnos a jugar en la alfombra del salón.
Ella me parecía tan joven, tan libre y despreocupada… Me daba la sensación de que su padre y yo tuvimos una madurez distinta, unas vidas totalmente distintas.
Y entonces mi niña se quedó embarazada. A los veinte años, como si estuviese condenada a repetir mis errores.
Que, ojo, ella no es ni ha sido nunca un error. Pero reconozco que, de haber podido elegir, no la hubiera tenido tan pronto. Y desearía que ella tampoco lo hubiera hecho.
Así que lo que os cuento es la vida de una mujer que fue madre a los veinte y abuela a los cuarenta.
Estoy reviviendo a través de mi hija lo que supone ser una madre joven, con cierta impotencia por no poder evitar que se repitan también ciertos patrones.
Mi hija tiene la firme intención de retomar la carrera y se ha matriculado en la universidad a distancia. Yo la apoyo, obviamente, pero temo que, tal y como me pasó a mí, termine abandonando.
Tal vez sí lo consiga, si algo he aprendido de ella estos últimos tiempos, es que es mucho más adulta y responsable de lo que creía.
Se ha ido a vivir con su novio y ahora que mi nieta tiene tres meses, está buscando un trabajo con el que puedan permitirse algo más que pagar los gastos y comer.
Hablo con ella sobre el tema y no puedo evitar sentir un pellizco de pena.
Yo al menos tenía a mi madre para echarme un mano, por poco que recurriese a ella.
En cambio, ni mi consuegra ni yo vamos a poder evitar que tenga que meter a su bebé en la guardería a jornada completa, las dos trabajamos de lunes a viernes, igual que mi consuegro y que mi exmarido.
Si la conciliación, literalmente, son los padres…
¡¿Cómo va a poder apoyarse en mí si mi situación es más parecida a la suya que a la de la típica abuela?!
¡Si su hija tiene un tío que le lleva menos de tres años!
Es muy surrealista.
Yo quería ser abuela, pero más adelante.
Me imaginaba jubilada, disfrutando de cuidar a mis nietos y de ser de ayuda para mis hijos. No sé como nunca caí en que, aunque mi hija me diese nietos muy avanzados los treinta, yo seguiría currando para entonces. ¡Qué pava!
Tengo sentimientos muy contradictorios con todo esto.
Me siento una abuela inútil. Cuando pienso en que tengo una nieta, me siento mayor. La veo y me muero de amor, pero, por otro lado, una pequeña parte de mí (una egoísta y un poco cabrona) siente pereza por el trabajo que supone una criatura recién nacida. Quiero pensar que esa parte tiene todavía muy reciente a mi hijo pequeño.
Si es que seré toda una abuelita, pero al mismo tiempo estoy inmersa en la operación de retirada del pañal de mi segundo hijo.
Es precisamente él quien me recuerda a cada instante que mi momento vital actual es casi idéntico al de la mayor.
Y cuando lo veo de esa manera, vuelvo a sentir que soy una mujer joven y con mucho por delante.
En días como el de hoy en que os escribo, y después de haberme pasado la tarde de paseo y compras con mi hija y nuestros pequeños, me voy a la cama pensando que en realidad es una suerte poder compartir esto con ella.
Que tal vez no tenga en mí a la abuela-canguro disponible 24/7 que todas desearíamos, pero sí tiene a una madre que comprende a la perfección por lo que está pasando. Porque estuvo en unos zapatos idénticos y porque no hace mucho que ha sido madre de nuevo.
De veras me esfuerzo por hacerlo lo mejor posible.
En fin, he sido madre a los veinte, abuela a los cuarenta… quién sabe, igual me hacen bisabuela a los sesenta. Me iré haciendo a la idea, por si acaso.
Anónimo
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