Hace un tiempo leí en esta web la anécdota de una mamá que le había puesto a su hijo un nombre muy común y que se había arrepentido de haber elegido aquel nombre. Bien, puesto yo también me arrepiento del nombre que elegimos para nuestro hijo, pero en vez de por común, por ir de modernos y buscar un nombre que fuera unisex.

Recuerdo claramente el día en que decidimos llamar a nuestro hijo con un nombre que sirviera para ambos género. Yo aún estaba embarazada y a mi pareja y a mí nos pareció una genial idea ponerle a nuestro primogénito o primogénita un nombre unisex. Fue una elección que creíamos moderna, inclusiva y libre de prejuicios. Nos sumamos a esa tendencia que parecía abrazar la igualdad de género y la diversidad. Sin embargo, nunca imaginé las complicaciones y las consecuencias que vendrían con esa decisión.

El nombre elegido fue Noa. No quisimos saber el sexo durante el embarazo, decidimos que fuera lo que fuera se iba a llamar Noa. Nos pareció perfecto: corto, sonoro y sin género definido. En ese momento en nuestro país, España, había más niñas con ese nombre que niños, pero no nos pareció un problema. Una de mis películas favoritas siempre fue El Diario de Noa, y cómo sabéis, Noah Calhoun, su protagonista, es un chico.

 

También pretendíamos otorgar a nuestro hijo la libertad de ser quien quisiera ser, sin restricciones impuestas por un nombre. Queríamos criarlo sin roles de género, vestirlo de colores neutros y sin seguir los patrones asociados a un sexo u otro.

Cuando nació nuestro bebé, resultó tener genitales masculinos. Nos pareció perfecto, como nos daba igual una cosa que otra… eso sí, la funcionaria del registro flipó un poco cuando le dijimos que no queríamos definir el sexo del bebé en su partida de nacimiento.

Pero según salimos del hospital con nuestro hijo en brazos, comenzaron los problemas. No sabéis la de veces que he tenido que explicar que Noa no era una niña, que era un nombre unisex y no de niña.  Les contaba que había nacido con genitales masculinos pero que cuando fuera mayor sería lo que quisiera ser. La gente me miraba como si estuviera loca.

En casa teníamos juguetes de todo tipo, pero desde muy joven, Noa comenzó a decantarse por juguetes tradicionalmente masculinos. Las pelotas, los coches y jugar al fútbol empezaron a ser sus grandes pasiones.

Conforme Noa creció, nos dimos cuenta de que no habíamos considerado todos los aspectos a la hora de criar a nuestro hijo sin un género concreto. Los otros niños en la escuela no entendían por qué Noa no tenía un nombre claramente masculino o femenino. Empezaron a surgir burlas, comentarios hirientes y exclusiones.

Cuando Noa tenía ya unos 8 años, comencé a cuestionar nuestra decisión.

¿Habíamos sido ingenuos al pensar que un nombre podría proteger a nuestro hijo de las etiquetas y los prejuicios? ¿Habíamos sacrificado su felicidad en nombre de una supuesta inclusión?

Me di cuenta de que, en nuestra búsqueda de liberar a Noa de las limitaciones de género, habíamos caído en otra trampa. En lugar de permitirle ser quien quisiera ser, habíamos expuesto a nuestro hijo a un escrutinio y a un aislamiento innecesarios. Al final, nosotros que lo que intentábamos era huir de las etiquetas sociales, conseguimos que se catalogara a nuestro niño como si fuera el raro, el atípico.

Ahora, más que nunca, entiendo la importancia de criar a nuestros hijos con una mentalidad abierta, de enseñarles a respetar y celebrar la diversidad en todas sus formas. Pero también sé que debemos ser conscientes de las posibles repercusiones de nuestras decisiones, incluso las más bien intencionadas.

En la actualidad Noa tiene 14 años. Le hemos invitado a cambiarse el nombre si lo desea, pero para él no supone ningún problema. Lo que sí nos dijo es que es un chico y se identifica con el género con el que nació, lo que me parece estupendo, porque al final él mismo se ha autodefinido.

 

Anónimo

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