Siempre he tenido problemas ahí abajo. Desde que empecé a menstruar allá por mis trece años, hasta hace bien poco, pasando por mi endometriosis, coitos varios con resultados dispares, y una cesárea, parecía que tenía el potorrete un poco triste.
Él, delicado y sensible, sufría lo que no está escrito, y yo no podía comprender qué era lo que tanto le afligía.
Ahora me lo tomo con mucho humor, porque agua pasada no mueve molinos, pero tengo diagnosticada una endometriosis grado IV, que creía que me incapacitaba (o eso me diagnosticaron) para ser madre.
El caso es que finalmente conseguí a mi pequeño ser, cesárea mediante, y quién haya pasado por algo así sabrá lo difícil que es recuperarse de una intervención tal, sin fondo físico alguno (vaga reconocida in da jaus ??♀️).
Pues con todo, si ya mi reseco y dolorido amigo andaba depre, la cesárea me dejó tiradísima.
A saber: a los eternos y constantes dolores menstruales, se unía un principio de diástasis abdominal, pérdidas bestiales de orina (ni reírme podía, oigan), malas digestiones, estreñimiento perpetuo, incapacidad absoluta para moverme (incorporarme, sentarme, levantarme, doblarme, vivir en general…) de una manera que no pareciera que todo mi abdomen, de tetas para abajo, era un bloque de plastilina, sin control alguno sobre mi cuerpo.
Dolorida, deprimida (sí, DEPRIMIDA. Pilló todo junto), con una calidad de vida pésima, y con una barriga propia de una embarazada, sin estarlo, fui a pedir consejo.
Ya me habían hablado de la gimnasia abdominal hipopresiva, así que fui a informarme, y la que hoy sigue siendo mi profe dos años después, me dijo que con paciencia y una caña, todo se pesca.
Me remitió, antes de empezar a hacer ejercicio alguno, a una fisioterapeuta especializada en suelo pélvico. Yo desconocía prácticamente la terminología respecto a los órganos, músculos, nervios y huesos entorno a mi triste parrús. Suelo pélvico. Y el mío estaba colgandero por completo.
Aquella buena mujer me examinó, vio cómo estaba mi abdomen, mi diafragma, mi útero, mi vejiga, mis intestinos, mi estómago, mi ano… No dejó agujero sin revisar.
Una vez diagnosticada, me propuso un tratamiento (muy económico, teniendo en cuenta que fueron tres sesiones, una cada quince días, de 30€ cada una), y empecé a ver el cielo desde el primer momento.
Ella empezó a darme masajes abdominales, a colocar músculos y tendones en su sitio, a decirme cómo estornudar, cómo hacer caca sin perder la dignidad (sí, tal era mi estado). Cómo conseguir que cada orgasmo no me partiese en dos en el período refractario, cómo conseguir una buena digestión… mientras sus manos se movían sabiamente por mi cuerpo.
Descubrí los masajes vaginales (sí, de tanto sufrir con las reglas y la endometriosis, tenía contracturas vaginales de órdago) y, con mi permiso, instruyó a mi pareja para que me los diera en casa.
Visitar a una fisioterapeuta especializada en suelo pélvico me cambió la vida.
Empecé entonces con la gimnasia abdominal hipopresiva, y desde entonces, he recuperado mi tono. Mi todo, debería decir. Mis menstruaciones han variado (aunque con una endometriosis es difícil de explicar, pero noto un dolor distinto, menos punzante), mis intestinos no se atascan (o no tan a menudo), mi digestión es más ligera (o todo lo ligera que se puede permitir un cuerpo rondando la cuarentena), y mis orgasmos son de lujo.
Ojo al parche, que os puedo ver venir: para mejorar una salud pobre como la mía, yo tuve que acudir a médicos y expertos en salud, y cambiar algo mi ritmo de vida. Cada persona es diferente, y no todas (y todos, que para las próstatas ésta mujer también tiene mano) tenemos el mismo grado de atrofia de suelo pélvico, si es que la hay.
Mi experiencia ha sido genial, y quería contaros cómo he vuelto a tener el chichi feliz. Las mariposas las dejo para gente más joven. Yo tengo rock ‘n roll ahí abajo.