MI HERMANO TENÍA SÍNDROME DE DOWN

 

Mi hermano tenía Síndrome de Down, era un ser maravilloso y falleció antes de cumplir los 30.

Siempre se habla desde los ojos de padres que tienen hijos que presentan este síndrome o de la decisión entre seguir con el embarazo o interrumpirlo, y aquí mismo se ha hablado de este tema alguna que otra vez. Sin embargo, no se habla a menudo del resto de la familia: principalmente, los hermanos, o las hermanas. Evidentemente, cada caso será un mundo, y hoy he venido a hablaros del mío.

Mi hermano y yo nacimos a principios de los años 80, una época en la que las ecografías y las pruebas diagnósticas como la amniocentesis no eran el pan nuestro de cada embarazo. Cuando mi hermano llegó al mundo, yo tenía 3 añitos y era la cuarta hija, aunque tuve que ceder el título del más pequeño al quinto. De aquel día, solo recuerdo a mi madre salir del paritorio como si del matadero se tratase, despeinada y con muy mala cara, trayendo a una bolita con una mata de pelo alocado en brazos; es uno de los primeros recuerdos de mi vida y justo ahí me enamoré de él, aunque no tuviese muy claro quién era.

Según me han contado, mi madre se fue a casa sin saber que su hijo tenía Síndrome de Down. Fue después de un tiempo, tras escuchar comentarios muy desacertados (o insultantes) de los vecinos y la confesión tardía de mi padre, cuando se dio cuenta de lo que pasaba y se encontró de bruces ante un futuro incierto. 

La vida cambió entonces, y la mía no había hecho más que comenzar. No es mi intención mostrar el lado negativo del Síndrome de Down, pero tampoco quiero romantizar la realidad, ya que es un camino muy difícil y duro. La mala suerte genética o algún problema añadido quiso que mi hermano tuviese alguna otra afección indeterminada y no diagnosticada (¿autismo?). Demostraba un cariño distinto por cada miembro de la familia, sabía cuándo tocaba comer o bañarse, sonreía, sentía tristeza y alegría, se movía y bailaba… pero no podía hablar, ni caminar y había que ocuparse de todas sus necesidades.

No recuerdo nada antes de la existencia de mi hermano pequeño, por lo que no viví ningún cambio con su llegada; vinimos al mundo con poca diferencia y eso nos unió para siempre. Como sucede en tantos hogares, mi madre era su principal cuidadora, aunque las niñas de la casa también nos ocupábamos de él: pañales, comidas, etc. Esta necesidad de atención conllevó que mi madre fuera la gran ausente en muchos momentos de mi vida, desde salir a comer o de excursión o a la playa, hasta las obras de teatro en las que participé, y muchas cosas más, tanto de pequeña como de mayor.

Mi madre se centró en sacar adelante a mi hermano, lo que era un trabajo 24×7; es durísimo cuidar de una persona cada día de tu vida. Sin embargo, como hija pequeña, eché muy en falta su atención. Mi hermana hizo lo que pudo por llenar ese espacio, se ocupó de estar conmigo y de enseñarme muchas cosas a medida que iba creciendo; aún hoy la considero mi mentora. Hablaba conmigo y se encargaba de lo que me hiciera falta, incluso siendo ella una chiquilla. No sé qué habría hecho sin ella… mujeres cuidando de otras mujeres.

Como decía antes, no romantizaré la situación porque me es imposible: mi vida se fue moldeando a medida que mi hermano y yo crecíamos, llena de carencias y con una especie de soledad cabalgante. No me malentendáis, no estaba sola, pero yo me sentía así porque tenía la sensación de tener que cuidarme a mí misma todo el tiempo y de ser hiperesponsable, y eso a veces es una carga difícil de llevar a ciertas edades. Nunca salí despreocupadamente y nunca pude tomar mis decisiones sin pensar en mi madre y en mi hermano. Era demasiado consciente de demasiadas cosas.

Esto tuvo mucho que ver también en que, a una cierta edad, decidiera no tener hijos.

Desde bien joven, tenía aspiraciones que mi madre no entendía, ya que siempre me decía que no me fuera lejos, que no me fuera mucho tiempo, que mi hermano y ella me necesitaban. Y yo sin embargo quería conocer mundo. Cuando terminé mis estudios, me fui, pero siempre me iba por períodos cortos de tiempo o a lugares desde los que fuera fácil volver si me necesitaban. Mis decisiones principales, al final, giraban en torno a ellos. Fueron pasando los años, yo ya era adulta, pero el lazo que me ataba a casa siempre estaba ahí. 

No sé describir el momento en el que mi madre me dijo que mi hermano había muerto. Siempre pensé que, por ley de vida, mis padres se irían antes. Viajé a casa ese mismo día. El sentimiento de culpabilidad que sentía por haberme ido lejos de unas obligaciones que, tal vez, no eran mías, era enorme. La culpa y la ansiedad me estuvieron acompañando durante mucho tiempo, y se vieron acrecentadas con el fallecimiento posterior de mi madre. Es habitual que el cuidador, o la cuidadora, se abandonen cuando se quedan sin la persona en torno a la cual giraba su vida; yo no lo sabía, pero lo podía intuir en sus ojos cada vez que iba a verla. Veintinueve años cuidando de un hijo son muchos días y muchas horas.

Han pasado unos años y el lazo que me ataba, en cierto modo, sigue ahí. Nunca he podido deshacerme del sentido de responsabilidad hacia ellos dos. A menudo, sigo sin saber qué hacer con toda esta libertad de la que dispongo y que no sé gestionar. 

Esta es mi historia, ni mejor ni peor que cualquier otra, pero para nada edulcorada, sino descarnadamente real. Es una historia que muestra la cara menos bonita de tener un hermano con Síndrome de Down. Los padres son los grandes afectados, pero los hermanos, o las hermanas, pueden llegar a ver cómo su vida ha de moldearse en los huecos que se les permiten a su alrededor. 

Las personas con trisomía 21 son seres de luz, amorosos a reventar, inocentes, divertidas. Son muy suaves y huelen a bebé. Sus ojos achinados les confieren un aspecto muy gracioso. Aún recuerdo cuando cargaba con él, siendo muy pequeña, sobre mi cadera y lo llevaba de aquí para allá. Vivir con ellos te hace ver la vida de otra manera e incluso te vuelve más tolerante, empática y consciente de muchos problemas que te rodean; pero no te hace mejor persona ni eres una luchadora, es lo que te ha tocado.

A los padres que reciben la noticia de que van a tener un bebé con Síndrome de Down y deciden seguir adelante, o a aquellos a los que les llega por sorpresa —aún sucede—, solo les recomendaría que planifiquen cómo cubrir todas sus necesidades de la mejor manera posible, así como las de sus otros hijos, si los hubiera. Es facilísimo que otro hijo genere un sentimiento de soledad, responsabilidad o culpa que le acompañe durante todo su crecimiento personal.

A mi hermano y a mi madre, les envío todo el cariño que soy capaz de expresar; siempre los llevaré conmigo. Ojalá estén juntos, como siempre estuvieron.

Helena con H