CUANDO, ADEMAS DE LA GORDA, ERA LA RARA (Mi vida con Síndrome de Tourette)

Mucho hemos hablado ya sobre cómo nos ha marcado crecer siendo siempre “la gorda”, la más grande del lugar, la que se miraba en el espejo y odiaba lo que veía, pero… ¿qué pasa cuando, además de la gorda, eres la rara?

Cuando yo tenía 6 años, nació mi hermano. Meses más tarde, empecé a tener muchos tics nerviosos. Muchos. Muchísimos. 

Sin poder controlarlo, me veía obligada a parar cada pocos pasos para flexionar las piernas, abrir la boca, mover los brazos, saltar…por más que intentaba evitarlo, no era posible. Como si yo fuera una marioneta y alguien estuviera moviéndome a su antojo.

Mis padres, preocupados, me llevaron a varias psicólogas. Las tres primeras, muy sabias ellas, coincidieron que solo estaba celosa y esta era mi manera de llamar la atención.

Mi madre se encargaba personalmente de hablar con todos mis profesores a principio de curso para explicarles mi problema, pero aun así, con 8 años, una profesora me echó de clase por molestar:

“Parece mentira que estés tan gorda con toda la gimnasia que haces. Salte al pasillo que me molestas y no puedo concentrarme en dar la clase”.

Esas fueron sus palabras textuales. Las risas de mis compañeros, ya de por si recurrentes, pasaron a ser diarias.

Años más tarde, empecé a ir al psiquiatra. Las sesiones eran igual de productivas que con las psicólogas anteriores, pero, al menos, como me mandaban medicación estaba más tranquila.

A los 14 años, mis padres decidieron cambiar de piso, de barrio, y con ello de colegio. 

Le pedí a mi psiquiatra que me aumentara la medicación. Ya había aprendido que a más estrés, más tics, y me esperaban muchos cambios que no sabía cómo manejar. ¿Su respuesta? La tengo grabada a fuego en la memoria.

‘Mejor que no vuelvas. Si los niños en el cole nuevo se enteran de que vas al psiquiatra como los locos se reirán de ti. Mejor que se ponga a dieta. Cuando esté delgada se le pasará todo.’

Toma profesional como la copa de un pino.

No fue hasta los 18 años cuando, por fin, un médico le puso nombre a “mis caprichos de niña mimada”: Síndrome de Tourette.

El síndrome de Tourette es un trastorno crónico neuropsiquiátrico heredado con inicio en la infancia, caracterizado por múltiples tics físicos (motores), y vocales (fónicos). Puede tener trastornos asociados, como el trastorno obsesivo-compulsivo o el déficit de atención.

Era crónico. Crónico. Crónico. Crónico.

Creo que hasta busqué la palabra crónico en el diccionario, por si yo estaba equivocada y no significaba para siempre.

Los siguientes dos años los recuerdo muy poco. Entré en una depresión muy profunda y casi no salía de casa. A mi mejor amiga, le debo mucho, ya que estuvo siempre ahí para evitar que me cayera.

Cuando empecé a levantar cabeza, a los 20, me puse a trabajar de cajera en un conocido supermercado. Y creo que lo hacía bien. De hecho, solo me tuvieron un día en formación antes de dejarme sola en la caja. Las demás chicas que entraron conmigo, hicieron 3 días como estaba pactado.

Dos horas duré trabajando. DOS. Hasta que la jefa me llamó a su despacho y me acusó de mentirosa, porque no le había contado sobre mi “problema” en la entrevista.

Por lo visto, los pobres clientes salían corriendo despavoridos al verme porque alguien como yo era muy ofensivo para la vista. Su única solución fue quedarme trabajando allí, pero descargando camiones, donde no ofendiera a nadie con mi presencia.

Como era joven e inocente, no supe reaccionar y me fui de allí. Ya se encargó ella de darme una carta de renuncia que especificaba que yo me iba porque me daba la gana y quedar ella cubierta de una posible denuncia por discriminación. Mi padre lo intentó, pero yo había firmado voluntariamente.

Me acostumbré a evitar ciertos sitios. Me acostumbré a ir al cine solo si nos sentábamos en la última fila, a solo ir a cenar o a tomar algo si me podía sentar en la esquina, contra la pared. Supongo que podríamos decir que me acostumbre a que yo merecía estar en sitios en los que no se me viera.

No fue hasta los 25 cuando me levanté un día y decidí que ya estaba bien de lloros y lamentos. Tengo tics y siempre los voy a tener, ¿acaso se acaba el mundo por eso? ¿acaso me hacen ser menos persona?

Una vez asumí la situación, todo empezó a mejorar.

A día de hoy, tengo dos tics crónicos, pero solo soy capaz de decir si me he movido mucho o no por el dolor que tengo al final del día (porque quieras que no, estar todo el día moviendo los brazos da dolor de espalda, y estar todo el día abriendo la boca, hace que tu mandíbula quede destrozada). No soy tan consciente de que lo que hago como al principio.

Tengo mi medicación para momentos de mucho estrés, pero en el día a día intento no tomarla.

Aprendí que solo yo soy la dueña de mi vida. ¿por qué tendría que importarme lo que piensen otras personas?

Desde aquí, quiero dar las gracias a mis padres, mi familia y mis amigos, por apoyarme siempre.

Andrea.