Soy profesora. En España trabajar en la privada es sinónimo de explotación y precariedad. Pero cuando estás a gusto en un centro, eso no importa: haces lo que te gusta, tienes a unos compañeros maravillosos y, bueno, no hay un trabajo perfecto. 

Llevaba trabajando tres años en la privada, pero el último había cambiado el equipo directivo y la situación se estaba volviendo insoportable. Ya tenía experiencia, así que eché unos currículums y tuve suerte: me cogieron en una privada a 10 minutos en coche de casa.

Siempre les había tenido pánico a las oposiciones. Pero al año siguiente había convocatoria y yo tenía una media jornada, no tenía hijos y podía estudiar para intentarlo. Me tocaría ser interina muchos años, vivir como una titiritera de un lado a otro, pero ya sabía que la privada no era mi sitio.

Lo primero que me hice fue una lista de razones por las que quería estudiar y aprobar las oposiciones. Parecerá una tontería, pero en momentos de bajón siempre la releía y me infundía ánimos.

Después, acondicioné una zona de estudios, me compré materiales que me hiciesen disfrutar del proceso y mi chico me regaló toda la línea de Yogui Tea y una taza tamaño XL. Sí, soy una cursi y una friki de la papelería, los tés y el café.

Luego vino la búsqueda de preparador para que alguien me diese un temario algo distinto del de las academias. En un año no iba a tener tiempo de personalizar nada, así que fui a lo fácil. Indagué por Internet y escogí uno.

Era junio. En julio me iba con mi novio un mes entero a Estados Unidos y Canadá. Me lo tomé como un tiempo de inflexión para coger fuerzas. Dejé todo preparado para mi vuelta en agosto.

Disfruté como una enana: anduve, vi millones de sitios y le toqué el pie izquierdo a la estatua de Harvard, que dicen que da buena suerte a los estudiantes. Llegué a casa convencida de que iba a aprobar y de que me iba a sacar la plaza. ¡Ay, amiga, la de vueltas que da el estado de ánimo!

El mes de agosto me familiaricé con el temario, me organicé, seleccioné los temas que más me gustaban e hice criba de aquellos que no me iban a entrar ni a palos. Empecé a resumir unos cuantos para ir adelantando trabajo y me compré algunos manuales que fui leyendo.

Septiembre es un mes de comienzos y yo lo hice en un centro nuevo y con un fin nuevo. Estaba encantada con el cambio, la media jornada me facilitó el organizarme súper bien: me levantaba a las cuatro de la mañana y estudiaba hasta las ocho, desayunaba tranquilamente y a las diez tenía mis clases. Me daban de comer en el centro y a las tres estaba en casa. Me echaba una siesta hasta las cuatro y volvía a estudiar hasta las ocho. Luego me iba al gimnasio, ducha y cena. Ese era mi plan de estudio y lo seguía a rajatabla (repito: sin hijos).

El primer problema me llegó con el preparador. Como vivo en un pueblo, mi preparación era online. El método de estudio de ese hombre era infalible: estudiabas de memoria y tenías que vomitar el temario tal cual en los simulacros. No había forma de que a mí me entrara eso palabra por palabra y no había forma de explicárselo.

Con los prácticos pasaba algo parecido: me decía que eran un horror, que no seguía sus esquemas, que estaban mal redactados… Su método o morir.

La frustración me duró hasta diciembre. Un día del puente de la Constitución decidí que ya no podía más. Yo no era de estudiar de memoria, siempre había sido buena en los prácticos y siempre había obtenido buenos resultados. Mandé al preparador a su casa (aunque le había soltado ya los 2000 pavazos por el temario) y me organicé por mi cuenta.

Una vez por semana hacía simulacros. El resto de la semana lo dividía en madrugadas dedicadas a temario puro y duro (esquemas, memorización de esquemas, lecturas comprensivas críticas de esos temas) y tardes que dividía en repasar lo visto durante las madrugadas y la parte teórica.

El mes antes del examen incluí meditaciones y afirmaciones positivas (sí, soy muy mística): me visualizaba llegando al examen siempre con el mismo vestido rojo y rosa, me veía respondiendo a las preguntas y me imaginaba el momento en el que me decían que había aprobado.

La noche de antes era un manojo de nervios. No dormí nada. Nada. Y, en un momento dado, empezó a darme lo que entendí como un ataque de pánico. No sé por qué lo hice, pero me empecé a hablar a mí misma en voz alta (estaba en el sofá porque no dormía ni a tiros). Me dije: “A ver, imbécil, estás nerviosa. Es normal, mañana te juegas mucho. Pero si no apruebas no pasa nada: estás contenta en tu nuevo centro, te han hecho indefinida, al curso que viene ya te hacen jornada completa”. Me tranquilicé, pero no me dormí. 

Esa mañana me puse el vestido rojo y rosa, cogí mi mochila y me llevó mi chico al examen. Necesitaba desconectar y pusimos la radio (Cla-cla-clandestinooo no busques problemas donde no los hay…).

La primera prueba fue un práctico de tres horas. Salí con buena sensación. En la puerta me encontré a una compañera y a un amigo suyo, me dijeron que me fuera a comer con ellos. Me pareció feo decir que prefería estar sola. El caso es que en la comida los dos habían puesto cosas muy distintas a mí. Les dije que lo sentía mucho, pero que prefería irme: no quería desmoralizarme. Dos frente a uno asusta a cualquiera en esas circunstancias.

Llegó el teórico. De las cuatro primeras opciones, ni papa. Sale la quinta, la última: “Poesía española desde 1975”. ¡Oh, yes! ¡Mi tema! Sí, mi tema. Pero, joder, no había dormido nada. Intenté recordar cómo empezar y no había forma. Me agobié. Y decidí dejar fluir lo que sabía: intercalé teoría con versos, con alguna fecha (la mayoría me bailaban en la cabeza sin orden ni concierto) y pensé que era un tema para un seis.

Sí, señoras. Saqué un seis en el teórico. Un seis que me supo a matrícula de honor. ¿Qué paso con el práctico? Pues que tan pocos dimos en el clavo que quedaron plazas desiertas. Eso solo significaba una cosa: si aprobaba la defensa de la programación, la plaza era mía.

Lo fue. Lo es. Y cada vez que recuerdo todo doy gracias por ello. Y a las que estáis opositando, sobre todo a las que lleváis años en este proceso tan injusto en el que intervienen tantos factores: no decaigáis, la plaza llegará. Recordad que la docencia no viene definida por la nota de un examen. La docencia es una vocación que se cultiva día a día y que lleva cientos de nombres y apellidos.

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