En una era donde La Isla de las Tentaciones es ‘trendic topic’ y cuyos vídeos de infidelidades rulan por la red haciéndose totalmente virales, demostrando que es un claro éxito televisivo, me acabo preguntando: ¿Qué hacemos con el amor?

Sin duda, es impresionante ver cómo hemos crecido y avanzado en la libertad de querer, dando cabida al poliamor, las relaciones abiertas y todas esas nuevas oportunidades que tratan, al final, de que sea cada persona quien decida sobre sí misma y elija la forma de amar que más le llene. 

Sin embargo, nos sigue poniendo los pelos como escarpias cuando vemos un vídeo donde un abuelito va a buscar a su esposa a la estación, escondiendo a su espalda  un ramo de flores enorme; demostrando que los años no son nada cuando la persona con la que decidiste compartir la vida hasta sus últimos días es, de hecho, la misma. 

¿Qué pasa entonces? ¿Ha desaparecido ese amor que conservaban nuestros abuelos? ¿O queda una pequeña chispa que nos dice que, en realidad, eso es lo que queremos? No sé qué pensará el lector, pero para mí, el amor que cada día cuidaban mi abuelos como si fuera un tesoro único en el mundo, hace que siga creyendo que un amor sin final existe. Y no tiene por qué ser malo, ni tóxico, si este se cuida como si fuera ese tesoro que no queremos perder.

Entre toda esa nube de pensamientos que aparecen cuando empiezo a cavilar sobre el amor, una imagen resalta sobre todas las demás: La mirada inefable que compartían mis abuelos cuando se reían sobre algo que ellos nada más conocían, que nada más ellos podían entender tras todo un camino recorrido juntos. Algunos preguntarán cómo se hace eso. 

No sé si existe un truco mágico para llegar ahí, lo que sí me atrevo a decir es que ellos nunca se guardaron rencor. Lejos de eso, aprendieron a capear los temporales pasando por alto todo aquello por lo que no merecía la pena abrir un paraguas. Hicieron de su hogar el mejor lugar para descansar, construyendo un muro sin barreras donde, toda persona que lo necesitara, tendría una habitación donde echarse a dormir. 

Solo sé que la risa nunca faltaba en la mesa e hicieron de ella el plato principal de cada día. No había duda alguna de que ambos eran su propio apoyo incondicional, pese a que no estuviesen siempre de acuerdo el uno con el otro; aprendieron de la mano a equivocarse y a levantarse las veces que hicieran falta, protegiéndose con las anécdotas sempiternas que, aún hoy, son motivo de alguna sonrisa. 

En el fondo, esas personas que hacen de su relación el show televisivo del momento, también ven el vídeo del anciano con las flores y sonríen impensadamente; viéndolo como quien mira el final feliz de una película distópica e irreal. Ojalá algún día aprendan a querer bien, sea de la forma que sea, pero con la esencia del querer como se querían los abuelos. 

María Merino