Aquella mañana el café parecía estar más amargo que nunca. Miraba por la ventana y lo único que conseguía ver era un buen montón de nubes que cubrían por completo la ciudad. Semanas hacía que el verano había quedado atrás y las nieblas matutinas ya nos daban los ‘buenos días‘ dejándonos claro que habían llegado para quedarse.

Me mantuve pensativa unos segundos acariciando con cuidado mi taza bien caliente. Lo cierto era que no me apetecía salir a la calle ni exponerme una vez más a una vida todavía resquebrajada por mi mala suerte. Cada nuevo día era como intentar montar un puzzle de millones de piezas que tan solo quieres dejar incompleto. Era una obligación, y era una mierda.

Chispas pasó a mi lado ronroneando y haciéndome volver al mundo de los humanos. Desde que Félix se había ido no hacía más que quedarme paralizada para, directamente, no hacer nada. Muchas veces solo pensaba en qué estaría él haciendo, o en cómo hubiera sido nuestra vida juntos si él no se hubiera ido. Siempre regresaba sintiéndome rara, como cuando de pequeña hacías algo malo pero nadie te pillaba. Sabías que todo estaba en su sitio pero que tú eras culpable de algo, por pequeño que fuese. La culpabilidad.

Caminar entre la niebla se me antojaba bastante duro, así que por primera vez en muchos días opté por usar la bicicleta. Apenas tenía diez minutos de camino hasta la oficina, y pensé que quizás un poco de frío otoñal en mi cara me ayudaría a espabilar y a tomarme la jornada de otra manera. Bajé la aparatosa bici como pude y tras despedirme de Chispas con un breve jugueteo, me puse en marcha.

La próxima semana haría un mes desde que Félix había hecho sus maletas. Treinta días desde que aquel chico con el que había planificado toda mi vida había decidido hacerme partícipe de su doble realidad. Otra mujer, otra casa, otros planes de futuro… y, para que me quedase bien claro, mi opción no había sido la elegida. En segundos, mientras lo escuchaba, había pasado por un millón de estados de ánimo: la incredulidad, la tristeza, el enfado, la ira, la tristeza de nuevo. Habían sido demasiados años de engaños como para digerirlo todo de golpe. Así que me lo fui comiendo poco a poco, día a día, intentando asimilar sin volverme loca.

En cada pedalada que daba era un poco más consciente de que usar la bicicleta un día de densa niebla no había sido la mejor de las ideas. Según me adentraba en las estrechas calles de la ciudad perdía más visibilidad, llegando un punto en el que no podía ver más allá del manillar de la bici. La luz no servía para absolutamente nada y no podía ni siquiera intuir si me aproximaba a algo o a alguien. Comencé a utilizar el horrible timbre como señal, esperando que de aquella manera coches o peatones supieran que me acercaba.

Un inmenso escalofrío recorrió mi cuerpo y me di cuenta de que la humedad de la niebla me estaba calando hasta los huesos. Enfadada frené en seco para apearme de la bicicleta y continuar mi camino a pie. Di un último toque al timbre y… ¡zas!

De pronto sentí cómo algo venía contra mí a mucha velocidad. El golpe provenía de mi lado derecho y me tumbó en el asfalto haciendo caer sobre mi todo el amasijo de hierros que era mi bicicleta. Estaba desconcertada y muy dolorida, y no conseguía ver qué era lo que había ocurrido. Mi hombro izquierdo me dolía horrores, y mi casco había salido volando para desaparecer entre la niebla. Quería levantarme para salir de aquel cruce en el que debía encontrarme pero no era capaz. Y entonces escuché una voz que se acercaba.

¡Ay madre! ¿Estás bien? Te he arrollado… ¡Caray, menudo golpe!

Entonces pude ver junto a mí a un chico joven que me miraba con una horrible cara de susto. Tenía los ojos muy abiertos y no dejaba de preguntarme si necesitaba su ayuda. Yo, todavía algo desorientada, volvía a intentar ponerme en pie sin ningún éxito.

Creo que me he hecho daño en el brazo izquierdo, me duele mucho al moverlo…‘ él ya había apartado mi bicicleta y se había arrodillado frente a mí. ‘¿Pero qué ha pasado?

Pues que soy un runner imbécil que sale a correr una mañana como la de hoy y claramente te he pasado por encima‘ respondió aquel chico que, efectivamente, vestía un atuendo completo de corredor profesional.

Como pudimos logramos ponerme en pie. Al dejar al aire mi brazo llegamos ya a intuir que el golpe no había sido poco. Buena parte de mi costado comenzaba a amoratarse y el dolor era cada vez más intenso e insoportable. Decidimos que debía acercarme al hospital y yo no me lo pensé dos veces.

Vivo aquí al lado, te llevaré en mi coche, faltaría más‘ se ofreció el runner arrollador todavía con el gesto de susto en su cara.

Luis, que así se llamaba, conducía concentrado preguntándome cada dos por tres si me encontraba algo mejor. Inicialmente le respondía que sí, que estaba claro que aquello solo sería una magulladura, pero al quinto intento bromeé diciéndole que no, que muy probablemente iba a morirme allí mismo, en su coche. Rompí un poco el hielo y la tensión que ambos generábamos después de aquel fortuito accidente, y juntos reímos durante unos segundos antes de llegar al hospital.

Aquel desconocido no quiso dejarme sola ni un segundo. Llegó un momento en el que volví a tirar de mi humor más negro para dejarle claro que no tenía pensado denunciarle ni nada por el estilo, que podía marcharse libre y con la conciencia tranquila. Él, un poco alucinado por lo que yo estaba dando a entender, se negó en rotundo y tras unos segundos en silencio me preguntó desconcertado si realmente yo podría sacar tajada de aquel golpe. Reí con una carcajada que me produjo un dolor intenso en las costillas y lo miré con ternura.

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Eran las doce del mediodía y Chispas llevaba ya cuarenta minutos maullando sin parar. Era mi vigésimo día en la cama y ya no sabía qué hacer para mantenerme cuerda durante aquel retiro obligatorio post-accidente. Había recorrido y revisado cada una de las series de todas las plataformas conocidas, había terminado de leer libros que en su día había dejado a medias e incluso había empezado a ver tutoriales de punto de cruz buscando, quizás, el parecerme un poco más a mi madre.

El timbre sonó con una puntualidad británica. Era evidente que Chispas ya se había acostumbrado a aquellas visitas que Luis con demasiada asiduidad con comida incluida. Un menú de diez, a veces una botellita de vino y siempre algo para ganarse, aún más si cabe, el afecto de mi golosa gata. Los primeros días le exigí que dejase de hacerlo, pero tras dos semanas omitiendo mis palabras, me di cuenta de que aquel chico iba a su completo aire.

Aquellas citas, que lo eran pero no lo eran, habían logrado que aquel runner entre la niebla y yo nos conociésemos más allá de nuestra visita a urgencias. Era evidente que Luis no era capaz de vivir con la culpa por haberme pasado literalmente por encima aquella mañana, y no iba a ser yo la que le generase ese mal rollo. Nos habíamos intercambiado los números de teléfono y él me había prometido estar pendiente de mi recuperación. Imaginé, como es lo habitual en estos casos, que haría un par de llamadas preguntando si todo ok y ya. Pero no, Luis no se conformó con una simple pregunta.

La realidad era que en el fondo yo agradecía muchísimo su forma de tratar aquella inesperada relación. Llevaba mucho tiempo viéndome sola en medio de una ciudad que jamás me daba un respiro. Y Luis era entonces como un ligero soplo de aire fresco en medio de mi incendio interior.

No le costaba nada hablarme sobre su trabajo como diseñador gráfico, ni de cómo le había contado a su círculo cercano que nunca más volvería a salir a correr. Su personalidad era una extraña mezcla entre la simpatía y la dulzura, y eso lo convertía en uno de los chicos más curiosos que había conocido en mi vida.

Siento deciros que había preparado un estupendo plato de pasta para hoy, pero he ido a ducharme pensando que tenía todo controlado, y al salir mi receta de diez era una pasta vomitiva por culpa de un hornillo a máxima temperatura.‘ Luis disparaba toda su verborrea mientras vaciaba una enorme bolsa del supermercado en mi cocina. Después se giró y desde el mesado se frenó en seco para centrarse en mí. ‘¿Cómo te encuentras?

Aquella tarde de sábado derivó en un debate sobre cual de los dos había pasado mayores penurias en lo que al amor se refiere. Nunca habíamos hablado sobre nuestras respectivas relaciones y parecía que aquella botella de vino que habíamos descorchado tenía en parte la culpa.

Que me atropellaras fue como la traca final para una de las etapas más negras de mi vida…

¡Joder! ¡Eres muy creepy! ¿Me estás diciendo en serio que agradeces el accidente?

No, en absoluto, estoy diciendo que me ha servido para hacer un punto y a parte, muy gráfico por cierto…‘ dije señalando el enorme moratón que todavía cubría mi costado izquierdo.

Ambos dimos otro trago a nuestras copas y se hizo el silencio.

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De nuevo la niebla. Me asomaba a la ventana de la cocina intentando localizar entre aquella densa nube aunque solo fuese un coche, un ápice de algo en movimiento. Pero era imposible. Di un largo sorbo a mi café y sonreí mientras observaba cómo Chispas se perseguía el rabo juguetona.

Habían pasado un millón de cosas desde entonces, desde aquel día en el que una bruma prácticamente idéntica había convertido nuestra ciudad en un escenario propio de una novela de Lovecraft. Casi un año de historias, dudas, subidas y bajadas. 365 días en los que, sin lugar a dudas, me había conocido a mí misma como nunca antes. Aquella niebla podría ser la misma que antaño, pero yo no lo era en absoluto.

Miré el reloj y apuré lo poco que quedaba en mi taza. Acaricié un segundo el suave lomo de Chispas y salí corriendo para terminar de arreglarme. Todavía sentía un ligero dolor al realizar movimientos muy bruscos, lo que me recordaba que esa misma semana tenía una cita importante con el traumatólogo. Puede que el alta definitiva estuviese cerca, o que la rehabilitación tuviese que durar más de lo esperado. Fuese lo que fuese estaba preparada para afrontarlo. Así era mi nueva yo.

Antes de salir disparada hacia la oficina volví a entrar en la habitación. En completo silencio y caminando casi de puntillas me acerqué a la cama. Era temprano y no sería yo la que enturbiase su placentero sueño. Luis dormía muy profundamente, había pasado toda la noche trabajando frente al ordenador. Me agaché lentamente y le di un pequeño beso en la mejilla para después huir a prisa por el mismo camino.

Cuánto bueno había hecho la niebla por nosotros…

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Fotografía de portada