No se debe juzgar un libro por la portada ni a un chico de Tinder por su foto.

Lo que pasa es que lo segundo es inevitable. Si ya normalmente la gente nos entra por los ojos, con una aplicación en la que lo único que tienes es una foto y una pequeña descripción, lo mínimo que podemos hacer es echar la imaginación a volar y hacernos una película basada en hechos de todo menos reales.

Pero bueno, que lo de ir descubriendo si has acertado en algo o si te has equivocado de plano, también tiene su punto.

Yo he tenido un poco de todo en estas experiencias tinderianas. Si me pongo a contarlas todas tenemos aquí para una serie de HBO y para tocar todos los géneros.

Hay salseo, thriller, drama, terror y comedia.

Me voy a centrar en la comedia y en el salseo, y os voy a contar mi Tinder Sorpresa: El que no se quitó la visera para comerme entera.

Tinder Sorpresa: El que no se quitó la visera para comerme entera
Foto de Kelvin Valerio en Pexels

Hice match con un chico muy guapo, uno de esos con pinta de malote al estilo Nicky Jam. Eso era lo que trasmitían sus fotos y que se mantenía vigente en las distancias cortas. La verdad es que tanto en las imágenes como en persona, tenía ese rollito macarra/chulito. En parte porque el rol formaba parte de su ser, en parte por los tatuajes y la gorra. Sí, sobre todo por la gorra. LA GORRA.

Esas gorras con visera con las que salía en todas sus fotos. Pues como Nicky Jam, de nuevo.

He de reconocer que no me había fijado en que salía siempre con una hasta que se presentó en nuestra primera cita con la visera puesta.

Fue en ese momento cuando dicho complemento me llamó la atención. Aunque sin más, pues habíamos quedado a última hora de la tarde, hacía sol y, por tanto, la gorra no desentonaba.

Lo que sí me extrañó fue que no se la quitara cuando entramos al restaurante.

El chico cenó con ella puesta. En el interior del local, ni siquiera estábamos en una terraza.

Fue una cena superagradable y distendida, lo estábamos pasando muy bien. La única pega era que la visera me despistaba. Le miraba a los ojos mientras me hablaba y no podía evitar desviar la mirada hacia el amarillo neón de las letras impresas sobre su cabeza. Y entonces me preguntaba por qué no se la quitaba y como que me salía de la conversación. Así una y otra vez.

Después de la cena fuimos a tomar unas copas a un local. No se sacó la gorra. Ni durante el paseo, ni al entrar en el bar, ni mientras tomábamos las bebidas, ni cuando fue al baño.

Estuve tentada de preguntarle por el tema en varias ocasiones, pero no lo hice porque si tal como había concluido, la llevaba para ocultar la falta de pelo o una cicatriz o algo así, le haría sentir incómodo. Y eso era lo último que quería hacer.

Así que traté de convencer a mi cerebro de que ese elemento formaba parte de su cara y casi conseguí que dejara de chirriarme tanto.

 

Para cuando nos pusieron la segunda copa, la conversación había subido de nivel, habíamos empezado a hacer manitas y nos habíamos dado un beso raro de cojones porque, pese a que el chaval era más que consciente de las limitaciones de besar con gorra, casi nos dejamos las cervicales en el intento de morrearnos con eso de por medio.

A esas alturas a mí me sobraba, no solo la gorra de marras, sino también la mesa, los taburetes y el resto de la gente que había en el lugar.

Y como la cosa era mutua, pillamos un taxi y nos fuimos a mi casa.

Os juro que fui todo el trayecto imaginando las cochinadas que íbamos a hacer. Aunque también dediqué algunos minutos a preguntarme cómo sería sin gorra.

¿Sabéis qué? Creo que nunca lo sabré.

Porque entramos en mi piso, me agarró las posaderas, me apretó contra la pared del recibidor y, cuando se llevó la mano a la cabeza y yo contuve la respiración con la emoción de estar a punto de desvelar el misterio… él giró la visera, se la dejó sobre la nuca y empezó a comerme la boca.

Menos mal que se ocupó de mi boca, además de mis nalgas. No habría podido contener la risa si se hubiera lanzado a mi cuello, por ejemplo.

¡Es que le dio la vuelta a la gorra! ¿En serio?

Echamos un polvo épico, qué digo épico, legendario, durante el cual la gorra no se le movió ni un milímetro. Lo tuve desnudo en mi cama, en plena recuperación postcoital, con la visera puesta. Le vi salir a vestirse al baño tal y como dios lo trajo al mundo, pero con la gorra puesta.

Ahora me acuerdo y me descojono, pero en el momento lo pasé por alto porque, madre del amor hermoso, el chaval era puro fuegote.

Con esa pericia lo de la gorra fue lo de menos.

Vamos, que el chico no se quitó la visera para comerme entera y, con franqueza, me dio exactamente igual.

Se marchó un par de horas más tarde, por lo que me quedé con la duda de si tampoco se la habría quitado para dormir. ¿O quizá no se quedó justo por eso?

 

Anónimo

 

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Imagen destacada de Kelvin Valerio en Pexels