No siempre ha sido así. Somos una familia pequeña que, con los años, algunas trifulcas y la propia vida, se ha ido reduciendo cada vez más. En la actualidad lo que yo considero familia, además de mi pareja y mis hijos, son mis padres divorciados, mi suegro, mi hermana, los dos hermanos de mi pareja y sus mujeres e hijos. Bueno, ahora que me he parado a enumerarlos, no parece tan pequeña. Pero lo es, porque no nos quedan abuelos ni tenemos relación con tíos y primos. No es que no nos saludemos si nos los encontramos en la calle, es que hemos ido perdiendo el contacto con los años. No de un modo consciente ni premeditado, simplemente sucedió que ya nunca hacíamos nada juntos.

Pues ahora siento que está pasando lo mismo con mi familia más directa. ¡Con mis propios padres y mi hermana! No lo entiendo. Toda mi familia vive en un radio de 25km y apenas nos vemos una vez al mes. Y eso con suerte, a mis cuñados y sobrinos los veo todavía menos.

No sé qué nos ha pasado ni cómo hemos llegado aquí. Hace unos años me quejaba justo de lo contrario, de que nunca teníamos un finde completo para nosotros. Nos habíamos instalado en una rutina de sábado con mi suegro y los hermanos de mi marido y demás; y domingo con mi madre y mi hermana. O viceversa. Pero siempre teníamos el ‘compromiso’. No podíamos hacer planes hasta la tarde-noche, porque ya sabíamos que comeríamos en una y otra casa. Lo cual resultaba agobiante, estábamos cansados de la imposición. Queríamos llegar a un punto en el que vernos surgiera de forma más natural, no ceñir los encuentros a esas comilonas de los findes.

No llegamos a lograrlo. Sin embargo, sí conseguimos tiempo para nosotros… porque llegó el COVID y lo de verse y tal, como que no era posible.

Al principio hicimos lo que todo el mundo, esas videollamadas diarias que pasaron a ser un par de veces a la semana y que luego se redujeron a llamadas a secas o audios de WhatsApp.

Era normal. Lo malo es que, con el fin de las restricciones, no volvimos a la normalidad ni a nada que se le pareciera. Primero porque había riesgos para los mayores, luego porque las reuniones aún estaban limitadas, después porque había que ser prudentes… Hace mucho que dejamos de tener excusa y, aunque le doy muchas vueltas, tampoco sé quién tiene la culpa. La tenemos todos y no la tiene nadie. Pero el caso es que tengo la sensación de que nos hemos alejado, de que ya no somos importantes los unos para los otros. No ha pasado nada, no hemos tenido conflictos, solo nos hemos acostumbrado a no vernos y nos conformamos con hablar de cuando en cuando.

A mí me da muchísima pena, porque veo a mis hijos crecer sin sus abuelos, tíos y primos y me parece horrible. Así que intento tirar de todos ellos y me frustro porque casi nunca lo consigo.

Y, cuando lo hago, lo que obtengo es una comida o una cena a la que la gente llega a mesa puesta y se pira después de una sobremesa rapidita en la que hablamos de trivialidades. Porque nuestra relación se ha vuelto superficial. Y es muy triste y lo odio, pero no sé cómo hacer para recuperar lo que teníamos antes.

 

 

Anónimo

 

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