La vida me regaló a mi madre, ella decía que no lo quitara el mérito, que fue ella la que me parió a mí, pero yo estoy segura de que fui yo quien la eligió a ella. Mi madre era buena, pura, libre, empática, respetuosa. Tuve la suerte de poder vivir con ella sus últimos años y vengo a compartirlo: todo lo que aprendí cuidando de mi madre hasta el final.

Mi madre falleció con 87 años, los dos últimos fueron muy jodidos, los 85 anteriores fueron pura vitalidad. Si la vierais yendo al mercado de abastos del pueblo con 85 años… qué brío, qué energía, qué ganas de comerse el mundo. Era increíble de verdad os lo digo, seguía cocinando para todos, llandas de macarrones para doce personas, ella sola.

El otro día se me saltó una lágrima al escuchar a mi hija decirle a su prima: «¿sabes que un día vez fue la última vez que comimos macarrones de la yaya y no teníamos ni idea?» Si lo hubiéramos sabido los hubiéramos saboreado más, estoy segura, aunque supongo que ahí reside la magia de las últimas veces, no saber que son las últimas.

Yo sin embargo tuve la suerte de saber que las últimas horas, días y meses podían ser los últimos, arañé cada segundo de su compañía. No fue fácil, no fue para nada sencillo, pero no os podéis hacer una idea de cuantísimo aprendí de la vida y de la muerte, de los cuerpos, de la relatividad, de ella, de mí. 

Mi madre sufría de demencia senil, poco a poco fue olvidando detalles, historias, nombres, personas y acabó por casi no reconocerse ni a ella misma. Vi cómo perdía movilidad;  cómo ella quería hacer cosas, pero su cuerpo no se lo permitía; vi cómo poco a poco se convertía en un bebé, descumplía años.

Su cuerpo avanzaba en edad, su alma retrocedía. Tenía la sensación de estar cuidando de mis hijas cuando nacieron. Eligiendo la comida adecuada, que fuera nutritiva, pero también que estuviera rica. Eligiendo ropa que la hiciera sentirse guapa, pero que fuera cómoda y le gustara a ella.

Todo lo que aprendí cuidando de mi madre hasta el final

«¿Cómo quieres que te peine hoy? ¿Entramos ya a la ducha? ¿No? ¿Cuánto quieres esperar? ¿Cinco minutos? Vale, pues en cinco minutos entramos.»

Había que hablarle con cariño, con cuidado, como si no entendiera, como si no supiera, como si no hubiera sido ella la que te ha enseñado prácticamente todo lo que tú sabes en la vida.

Hubo días malos, hubo días muy malos. Se negaba a levantarse, se negaba a comer, se negaba a lavarse, se negaba a todo. Solo repetía una y otra vez ‘que el señor me lleve pronto‘. Y yo me sorprendía a mí misma pensando ‘sí, a ver si te lleva pronto de verdad’. Luego me sentía mal y pedía perdón, a ese mismo señor en el que no creo y a ella.

Se lo decía, aunque ella no se enterara, ‘perdón por no aguantar, perdón por perder la paciencia, perdón por no poder más’. Y es que no estamos preparados para cuidar de nuestros padres, para cuidar de alguien que desaprende, para hacernos cargo de la persona que siempre se ha encargado de nosotros.

Es como que entendemos perfectamente que a un hijo hay que cuidarlo, hay que quererlo, hay que educarlo. ¿Pero a una madre? ¿A un padre? No sabéis lo que me costó entrenar la paciencia, no perder los nervios, no pegar un portazo e irme, entender que estaba enferma, que no lo hacía por regocijarse en mi sufrimiento. Qué egoístas somos a veces sin quererlo…

Estuve con ella hasta el último aliento, hasta el último suspiro, viviendo juntas, mano a mano. Desayuno, comida, cena, ducha, cama, hospital, bocanada de aire, momentos de lucidez (los más valorados), te quieros, te odios, te necesito, no te vayas, quédate, ahora no, ya no, vuelve.

Y no volvió y me dejó. Me dejó sabiendo que fue feliz, que tuvo una vida plena, que estuvo para mí, para mis hijas, para mis sobrinos, para sus nueras, para sus amigas, para sus padres, para todo el mundo que la conociera.

Cuidar de nuestros mayores no es tarea fácil, pero cuando has tenido una madre como la mía, una madre que te ha cuidado, que te ha querido, que te ha dado todo lo que tenía en sus mejores momentos, hay que vivir con ella hasta el último mal día. Porque sí, porque se lo debemos, porque se lo merece, porque lo necesitamos. Porque no somos consciente de lo valiosos que son hasta que se marchan.

Esto también forma parte de la maternidad y no nos lo cuenta nadie. 

Foto de Andrea Piacquadio en Pexels

 

Anónimo

Envía tus vivencias para que las publiquemos a [email protected]