– Ábrete de piernas – me dijiste y yo pude sentir tu respiración caliente y pegajosa contra mi oreja. Me subiste la falda casi con violencia y gruñiste, mitad hombre mitad animal. Y lo supe. No me preguntes cómo, pero te prometo que lo supe. En aquel momento fui consciente que sería la última vez. Y te arañé la espalda, quizás intentando hacerte tanto daño como la simple idea de perderte me provocaba a mí.
Clavaste tus dedos en mis caderas y yo clavé los ojos en ti, intentando memorizar cada facción del galimatías que siempre me supuso tu rostro. Y te mordí, apreté los dientes contra tu carne blanda, henchida de rabia porque aún no te habías ido y ya no eras mío. Cómo si intentara atraparte entre mis labios eternamente.
Gemiste. Pude sentir como te estremecías bajo mi piel. Me miraste fijamente a los ojos y yo lamí el sudor de tu hombro a modo de respuesta. Susurraste lo dura que te la ponía y yo contuve un sollozo contra el hueco de tu garganta.
Te sentí empujar contra mi piel caliente, primero despacio, luego más rápido, frenético. La habitación a oscuras, el silencio quebrado por nuestra respiración agitada y el sabor a sexo en el aire lo inundaban todo.
El vértigo de dos pieles hambrientas, la saliva mezclada con ese toque a despedida que se me quedaba anidado en el pecho y mi mano apretando tus muslos desnudos aún más dentro de mí.
Murmuré tu nombre a duras penas, seis putas letras que lo dolían todo. Tu tenías los ojos nublados y la boca ligeramente entreabierta. Tu pecho subía y bajaba con dificultad a causa del esfuerzo y yo deseé con todas mis fuerzas que no te fueras, que te quedaras sin preguntarme un por qué.