Creo que lo primero y más pertinente es aclarar conceptos:

TCA= Trastorno de la Conducta Alimentaria.

La mayoría de vosotras/os conoceréis las más comunes: bulimia y anorexia; pero hay otras bastante más desconocidas como, por ejemplo, el trastorno por atracón.

Los TCA se suelen reconocer por sus patrones poco saludables con respecto a la comida, tales como comer no saludablemente o hacer dietas poco saludables. Están ligados con angustia física, emocional y social y, desgraciadamente, cada vez son más comunes en la sociedad que nos rodea.

De mi grupo de amigas, tres de nosotras hemos sufrido TCA de forma más o menos grave (o al menos hemos sido tres las que fuimos diagnosticadas por un profesional). Yo, la única gorda del grupo, también lo he padecido, aunque muchas personas se hayan reído abiertamente de mí cuando he querido hablar de ello. Parece ser que es algo que solo se puede asimilar cuando proviene de alguien que «está en los huesos» y no es posible padecerlo pesando más de 100kg.

En mi caso (pobre ignorante) nunca entendí como una persona podía llegar hasta ese punto y seguir viéndose gorda, jamás comprendí cómo alguien podía vomitar para librarse de las calorías extras y no darse cuenta de que ahí había algo malo que estaba haciendo y que debía de parar.

El problema vino cuando me levanté de la taza del váter por quinta vez esa semana, y estábamos a viernes. Desde hacía más de dos meses, estaba provocándome el vómito de forma sistemática cada maldita mañana antes de ir al trabajo.

Cada vez que salía del servicio, mi chico se preocupaba por mí, y yo siempre tenía excusa: anoche cenamos demasiado, anoche tomamos la cena muy tarde y me acosté con la barriga llena, la cena de anoche fue muy pesada, es que me he levantado con muchos mocos…

¿Cuál era el problema? No me inventaba esas excusas. Creía firmemente que eran verdad.

Al mismo tiempo, cada vez estaba más apagada, más triste, más irritable. No era productiva en el trabajo, me sentía torpe, inútil, fracasada, que no valía para nada. Estaba entrando en una espiral de malos pensamientos, tóxicos y destructivos, que cada vez me hacían sentir más pequeñita, y cada día me encontraba peor conmigo misma.

Llegaba del trabajo con un hambre voraz, abría la despensa y era capaz de comerme un paquete de galletas, acompañadas de un litro de leche, yo sola. No podía parar hasta sentirme a reventar. Recuerdo una tarde que «merendé» tres veces: una manzana y frutos secos; un paquete de galletas con dos tazas de leche; un paquete de Pringles con una sidra. La primera vez intentando hacerlo bien y haciendo una merienda saludable, pero el hambre emocional no se sacia con una manzana y un puñado de frutos secos.

El problema venía después: la culpabilidad, el desagrado, el enfado, la ira, el asco. Me dedicaba palabras como «por eso estás tan gorda» o, directamente, me llamaba «gorda de mierda». Sentimientos, pensamientos y emociones muy muy desagradables que se quedaban atascados en mi cabeza y en mi garganta, y que sentía que sólo podría librarme de ellos a través del vómito.

Me sentía tan mal… Y ni siquiera sabía el motivo.

La tarde que tomé la decisión de llamar al psicólogo fue gracias a un hecho que me hizo abrir los ojos. No fue por los vómitos ni por los atracones, no fue por darme cuenta de lo mal que estaba hablándome… Fue porque, durante un breve instante, pensé en suicidarme para dejar de sentirme tan mal.

Vi una caja de antidepresivos, que le habían recetado a mi chico y que se había negado a tomarse, encima de la mesa del comedor. Pensé que, quizá, si me las tomaba todas, podría acabar de una vez por todas con mi sufrimiento.

Cuando llamé al gabinete psicológico y me hicieron el breve cuestionario inicial (básicamente preguntándome cuáles eran mis motivos para acudir a terapia), lo único que pude decir, entre lágrimas, es que me estaba encontrando muy mal y quería dejar de sentirme así.

La primera vez que entré en consulta solo mencioné el tema de los vómitos de pasada. Cuando la psicóloga me preguntó por qué lo hacía, no supe qué responderle.

Tuve que rellenar muchos cuestionarios y muchos autorregistros para poder llegar a comprender qué estaba pasando por mi mente para actuar de ese modo. Una de las tareas que me mandó mi terapeuta (la más tediosa) fue fotografiar cada maldita comida del día, antes y después de comérmela (para ver lo que me dejaba en el plato), durante una semana completa, así como apuntar cómo me sentía antes, durante y después de la comida.

Poco a poco, fui dándome cuenta de lo que estaba pensando y cómo me estaba sintiendo con respecto a la comida. Pero, al ser más consciente de lo que comía al día, se me estaba quitando el apetito y estaba comiendo menos. Tampoco ayudaba que algunas personas «me felicitasen» por estar comiendo menos, porque tampoco me iba a venir mal.

Pero los vómitos provocados a las 6:30 de la mañana no paraban.

Mi psicóloga consiguió que cambiara los pensamientos tóxicos que, cada mañana, me hacían provocarme el vómito, que me centrara en todo aquello que hacía bien en vez de enfocarme en todo lo que creía que hacía mal (aunque ella insiste que lo conseguí yo sola)… Y los vómitos provocados matutinos cesaron poco a poco hasta que desaparecieron por completo.

Ahora «sólo» me provocaba el vómito cuando me encontraba mal tras haber comido demasiado y sentirme enferma. El punto era lograr no llegar a ese extremo, saber cuándo parar con la comida y, si me «pasaba», asumir las consecuencias, aguantar un poco el malestar y no volver a provocarme el vómito.

Cuando pensábamos que la pesadilla había terminado (o más bien cuando estaba diluyéndose), descubrimos un nuevo frente abierto: estaba midiéndome (pecho, cintura, cadera, muslos y gemelos) a diario y llegué a pesarme dos veces al día (por la mañana y por la noche).

Estaba intentando controlar lo que comía y si me pasaba o no con la comida a través del acto de pesarme y de medirme. Quizá suene ridículo, pero a posteriori he descubierto que es un acto bastante común entre los TCA.

Fuimos poniéndome «retos» semanales. Al principio sólo podía pesarme dos veces en semana, luego pasamos a una vez por semana, después a una cada dos semanas, etc. El objetivo era comprender que, en el cómputo global, seguía pesando «lo mismo» (kilo arriba, kilo abajo) y que daba igual, porque no debía actuar en consecuencia al peso. Esto fue de las cosas más difíciles de masticar, tragar y digerir.

Me ha costado ocho meses salir de este pozo que parecía no tener fondo.

Me ha costado más de medio año asimilar que lo importante es estar sana, independientemente de lo que marque la báscula.

Y, aún a día de hoy, me cuesta hablar del tema con determinadas personas porque se toman a broma que una gorda que nunca ha llegado a estar delgada pueda tener TCA.

Si crees que necesitas ayuda o que alguien cercano la necesita, debes acudir lo más pronto posible a un profesional cualificado.

Yo tuve la suerte de «darme cuenta» a tiempo.

Anónimo

 

Envía tus aventuras a [email protected]