Era otro día más en busca de la ansiada respuesta a la pregunta de siempre: «¿Y ahora qué me falta?». La sensación de haber conseguido llegar adónde pretendías llegar y no sentir lo que creías que sentirías. De no reventar de orgullo, sino estar atrapada en una constante insatisfacción que no hace otra cosa que restarle mérito a tu logro. Y, entonces, se cruza contigo un texto en el que ves reflejado este caos emocional que no conseguías entender.

Quizá es que no hablamos de lo mismo cuando vives en el ser y cuando vives en el estar. Dejemos a un lado el hecho de haberme centrado en lo que sólo debió ser una parte más de mi vida y no el epicentro de mi esfuerzo, constancia, motivación y base de mi bienestar físico y mental; una vez limadas las asperezas y asumido que pude, debí hacerlo de otra manera, analicemos qué es lo que me pesa tanto, como un demonio alado posado en mis hombros.

Y es que nací siendo y estando gorda. Y crecí siendo y estando gorda. Ya daban constancia de ello médicos, familiares, compañeros, profesores, madres de tus amigos y ellos mismos. Y crecí a base de médicos y de dietas y aún así, seguía siendo y estando gorda. ¿Para qué voy a explicar la de mitos y la de errores que hay en cuanto al tema de adelgazar y mantenerlo de por vida? Fracaso y más fracaso.

Llegó la edad difícil, llegó la información tóxica y los malos hábitos. Y sí que adelgacé, pero seguía siendo gorda. Y luego lo estuve, y lo fui, y ambas por separado y a la vez. Dije que ya bastaba de tanta montaña rusa, y me dejé uñas y dientes y llegué a verme como nunca me había visto: rápida, fuerte, ágil, esforzándome, ejercitándome a diario, corriendo. Haciendo todas esas cosas que se supone que una gorda no sabe, no puede o no quiere hacer. Mi cuerpo ya no es el mismo y lo sé. Y ahora ex-profesores, amigos, familiares, compañeros, madres de mis amigos, me dicen lo estupenda que estoy y lo que me habrá costado lograrlo. Y a mí no me queda otra que dar las gracias, pero con la misma credibilidad que si me lo hubiesen dicho años atrás.

Si ahora ya estoy en un peso que nunca creí que fuese a tener, si ahora no me cuesta encontrar ropa, si ahora no es un milagro que guste a un tío y ahora que todo el mundo me ve como una tía dentro del prototipo de normal. Si ya no soy la «guapa de cara», la «gordita simpática», la «curvilínea», si ahora comparto la ropa con mis amigas, e incluso a algunas no les entra. Si ahora ya no soy el pegote entre las chicas del gimnasio, si ahora soy capaz de estar al nivel, deportivamente hablando, de casi todo el que me rodea, si ahora parece que ya no debería ser insegura, ¿Por qué siento que he fracasado? Porque, ese era el plan, ¿no? Se suponía que conforme perdía centímetros, perdía inseguridad. Si sudaba mis miedos era para empezar a creer en mí. Y no todo está mal. No hice esto sólo por adelgazar, sino por demostrarme a MÍ MISMA que sí que puedo hacer todo aquello que siempre creí imposible. El problema es que nada ha cambiado más allá de lo que veo por fuera. Y, aunque a veces me vea divina, sigo siendo gorda. En el sentido de sentirte gorda con todo lo que ello implica. Con toda la etiqueta, el precio, la rebaja, el hecho de sentir que eres un artículo de fuera de temporada, porque estabas gorda, y por lo tanto no vales lo mismo que la delgada de toda la vida. De la inseguridad que te mira desde el espejo, como si no merecieras volver a comer las patatas fritas de tu madre, porque eso es lo que hacías cuando eras y estabas gorda, pero te levantas de la mesa con el remordimiento en los labios, como si hubieses saboreado cada una de sus crujientes esquinas. Y terminas de sudar en el gimnasio y sigues viendo a esa chica fatigada porque, normal, siendo gorda cómo no vas a sudar. Y crees que los demás te ven de la misma manera, como si llevases tus kilos (los antiguos) pintados en la cara y dijesen «pobre, se mete la paliza porque estaba gorda y no puede permitirse un día de descanso».

A veces me prometo que esto se irá difuminando y que sólo son resquicios que irán despareciendo con el tiempo. Pero no por entrar finalmente en una 36, sino por enfocar mi amor propio en lo que soy de verdad. Las etiquetas que nos colocan nada más nacer se te clavan en la piel, como una quemadura.

Una cuestión de peso, de balanza. Del ser y el estar, cuyo resultado determina tu estado emocional, tus decisiones y la fuerza de tus pasos.

Y seas y/o estés gorda, delgada, alta, baja, sana, insana, lista, tonta, rubia, morena, rica, pobre, arriba o abajo no es algo que deba influir a la hora de dar y ser lo mejor de ti.

El valor no viene determinado por características tan livianas. El valor es perseverancia.

Caerse, levantarse. Intentarlo.

Nunca es tarde para aprender a vivir la vida otra vez, a disfrutar de lo que realmente importa, como cuando te vas de cañas con tus amigas y se te olvida todo, o cuando abres los ojos y ves a esa persona que apareció sin esperarlo y te aporta tanto, como cuando caminas, a solas, y te sientes plena, como cuando haces lo que más te gusta y punto.

 Autor: Beaankh