Todo comenzó cuando las cabronas de mis amigas me obligaron a instalarme el Tinder en una noche de borrachera. Les dije «coged mi móvil y haced lo que queráis, pero no me deis más el coñazo», y ahí comenzó mi perdición. Entre bromitas, frases manidas de ligoteo y piropos cutres encontraron a Miguel, un ingeniero de 32 años guapo a rabiar y sin fotos de postureo. Parecía normal, que es lo único que le pido a un tío visto lo visto. Le robé mi móvil a mis amigas y le pedí perdón por las burradas que le habían puesto y dos horas después ya intercambiamos los números de teléfono. Así es el romanticismo en la era moderna.

Hablamos durante días y finalmente decidimos quedar en una cafetería de Madrid que quedaba cerca de nuestras respectivas casas, ya que por suerte no vivíamos muy lejos (otro de los requisitos a la hora de encontrar el amor en la capital). Por suerte en persona todo fue aun más magnífico, y entre cafés y napolitanas nos pasamos horas hablando de nuestros sueños, nuestro pasado y nuestro presente, como si nos conociéramos de toda la vida. Era inevitable que acabásemos haciéndolo a lo bestia en mi casa, pasando del romanticismo extremo al sexo desenfrenado. No os mentiré si digo que fue el mejor polvo de mi vida, pero como el chaval tenía una fiesta de cumpleaños esa misma noche no se quedo a dormir.

Todo era perfecto salvo un detalle: nunca se quedaba a dormir en mi casa. Daba igual la hora que fuese, que él se ponía los pantalones y se iba por la puerta antes de quedarse roquefort en mi cama. Barajé todas las posibilidades… Tal vez mi cama era incómoda, quizá yo roncaba demasiado o a lo mejor, la idea que no quería ni pensar pero que tenía todas las papeletas de ser la ganadora, él tenía novia. Un día me cansé y se lo dije, y él se sintió tan enternecido por mis dudas que se quedó a dormir. Me dijo que simplemente no había cuadrado, pero que tenía razón, parecía un poco raro. Por desgracia aquella noche entendí porque el muchacho nunca pasaba la noche en mi casa.

Follamos y a eso de las dos de la mañana nos quedamos dormidos. A las cinco me desperté y noté que él no estaba, así que me acojoné y me levanté pensando que se había pirado como alma que lleva al diablo. Fui al salón y sorpresa la mía cuando me lo encontré meando en la nevera sonámbulo perdido. Sí señoras, estaba echando todo el chorrazo de pis sobre la tarta de queso que había hecho el día anterior. Perpleja me quedé mirando sin saber que decir y él como un caballero terminó de mear, se la sacudió un par de veces, se la guardó en los calzoncillos, cerro la puerta de la nevera y se fue caminando por el parqué de mi cocina americana de vuelta a la habitación.

Estaba completamente en shock. ¿Se lo digo? ¿Lo limpio? ¿Le despierto y que lo limpie él? Yo soy un poco cortada, así que me dio vergüenza despertar al muchacho y decirle que acababa de mearme toda la comida de la semana. Sin embargo, cuando abrí la nevera dispuesta a limpiarla yo, me entraron tales ganas de potar que no pude seguir. Con todo el dolor de mi corazón le desperté y le conté lo que había pasado, le dije que no tenía importancia pero que por favor limpiase él la nevera y tirase las cosas, que a mí me daba asco.

Por si no fuera poco todo lo que os acabo de contar, el muchacho se puso súper digno, me dijo que ni de coña se iba a poner a limpiar eso y se piró de mi casa dejándome la nevera meada y el ego por los suelos. Ahí me teníais, limpiando pis y tirando la mejor tarta de queso que he hecho en mi vida a la basura. Lo peor es que desde entonces no la he vuelto a probar, sólo de verla me dan arcadas.

 

Anónimo

 

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