Tinder en el balcón I

Tinder en el balcón II

Tinder en el balcón III

Tinder en el balcón IV

Tinder en el balcón V

 

Mi Tinder de balcón se había convertido en mi amor adolescente. Sí. ADOLESCENTE. Con todas sus letras y S sinuosas. Con todas las subidas y bajadas, con la sonrisa tonta, con las mariposas, el empanamiento… y las GANAS. Las putas ganas.

¿Conocéis la película Scarface? En ella el gánster Tony Montana le dice a su compañero que una mujer se ha enamorado de él. El compañero le pregunta que cómo lo sabe y Tony le contesta: THE EYES CHICO, THEY NEVER LIE.

Eso era lo que nos pasaba a Fran y a mí. Nos decíamos con los ojos todo lo que no podíamos decirnos con el cuerpo. Con el cuerpo y con las videollamadas, que cada vez se espaciaban menos en el tiempo.

Los paseos para ir a correr se convirtieron en excusas para vernos. Donde al final «sudábamos» algo y no precisamente la camiseta. Poco a poco fuimos acercándonos… empezamos con un roce casual en un brazo. En una mano. “Tienes una pestaña, espera que…”. Esa descarga eléctrica que sientes cuando alguien a quien deseas mucho te roza, te susurra algo en el oído… El olor de esa persona. Las ganas de morderle el cuello. Otra vez las putas ganas.

Así llegamos al primer abrazo. Tras días de paseos infinitos por Madrid, de calles a las que jamás había llegado. De rincones, parques, plazas, bancos… que ni sabía que existían.  De despedidas en el medio de una acera, de portal a portal… y de repente, no sé ni cómo surgió.

-Hablamos luego ¿vale? .- Y le abracé. Le abracé como harías con cualquier persona a la querías antes de que llegara el dichoso virus.

-Mierda. ¡Ay perdón! Es que … la costumbre. Yo qué sé… de verdad que lo siento… .– pero no pude terminar la frase.

Ey, está bien. De hecho no sabes las ganas que tenía de abrazarte. Está perfecto.

 

Y ahí nos quedamos. Como dos imbéciles. Con mascarilla. En el medio de la calle. Abrazados.

Pero que no os confunda lo bucólico de la escena. Acababa de dar el paso hacia el abismo. Había abierto la caja de Pandora. Vamos que la había liado parda. En ese mismo instante mi cuerpo había decido que “hasta aquí podíamos llegar” o lo que es lo mismo… se acabó pensar con claridad amiga.

Mientras recogía la habitación y me disponía a meterme en la ducha (con la intención de aplacar un poco los “animos” por mi cuenta) hice contacto visual con la ventana de en frente. Allí estaba Fran, sin camiseta (total para qué, si ya ambos éramos conocedores de las vistas…), también dispuesto a ir a la ducha. En ese momento mi neurona decidió hacer fundido a negro y el resto de sensaciones decidieron sabotear la operación.  Cogí el móvil.

 

Tan pronto abrió la puerta el resto desapareció. Solo existíamos nosotros dos. Y las ganas. Las dichosas ganas.

Fran comenzó a recorrerme lentamente con sus dedos. Mi cuerpo reaccionaba como si llevara años sin tener contacto con nadie. Recibía con brazos (y piernas) abiertas las caricias que Fran me daba.  Sin embargo, a mi no me gusta dar sin recibir, soy de espíritu generoso… así que no pude reprimir las ganas que tenía que tocarlo. De sentirlo. De ver como gemía cada vez que mis manos se movían acompasadas. A diferencia de lo que ocurre en las películas, Fran me apartó ligeramente mientras me decía que así “le iba a matar”, por lo que decidió tumbarme para seguir recreándose con su boca, en mi cuerpo, un rato más.

Éramos dos personas hambrientas. Como los que llevan años sin verse. Nos comimos a besos, como si lo fueran a prohibir. Nos tocamos con necesidad. Con prisa, con pasión. Nos mordimos los labios, el cuello. Nos lamimos. Gemimos y… paramos. Porque entendimos que no había prisas. Que no había resto del mundo. Que no había tiempo de descuento…

Y volvimos a empezar.

 

Creo que no os tengo que contar como son las primeras semanas de una relación. Pasamos más tiempo encerrados en nuestra habitación que cuando estuvimos en confinamiento. Pero es que había mucho tiempo que recuperar.

Y ahora os preguntareis ¿y qué ha pasado? ¿Seguís juntos?

Me encantaría contaros que sí. Que esto es como un cuento de Disney. Que fuimos felices y estamos comiendo perdices o lo que sea que coman las princesas (aunque ya os digo que yo soy más de tortilla y una caña).

La realidad es que decidí apostar por mí. Porque si algo he aprendido en esta pandemia es que la gente que te hace feliz, que te quiere… hay que tenerla muy muy cerca por si llega un apocalipsis zombie. Que los cocidos de tu madre no existen salvo en casa de tu madre y que por mucho que intentes convencer al de Seur, el caldo no se te puede enviar por correo. Que tus amigos, la familia que eliges, van a estar siempre, porque ese amor no se agota nunca, solo se expande. Que para que quedarse con las ganas de hacer cosas… si no sabes cuándo pueden truncarse los planes.

En estos meses he entendido que yo soy mi mejor baza y mi peor enemiga y que, sólo por eso, tengo que cuidarme y quererme mucho.

Sin embargo, que no os confunda lo anterior. He decidido apostar por mí… pero han querido acompañarme en el camino.

 

Gracias a todas las que habéis leído esta “mini saga” de Tinder en el Balcón. Gracias por pedir más. Gracias por la espera <3